23 de enero de 2009

Libro: La encrucijada de Fiodor Mijailovich



LEO EL MAESTRO DE PETERSBURGO, de J. M. Coetzee. Generalmente desconfío de los escritores premio Nobel, más si tienen el respaldo de los que no lo ganaron (léase Vargas Llosa) pero en este caso hay un sólido motivo: su obra, que se sostiene cómoda sobre el trípode conformado por sus libros “Desgracia”, “Infancia” y “Juventud”.

Anterior a estas es “El maestro de Petersburgo”, que aborda un pasaje apócrifo de la vida de Fiodor Mijailovich Dostoievski, un autor que abre su manto sobre esta novela para dotarla de un personaje sometido a la tortura de perder un hijo y darle el regusto a su obra en el estilo clásico de la narración.

Coetzee recoge un episodio revolucionario en la vida de Dostoievski para sumergirlo en una espeluznante pesadilla que empieza con los remordimientos por haber sido un mal padre (padrastro, en realidad, pero padre al fin) y que continúa por la senda que lo lleva a Petersburgo, donde el escritor halla los rastros del posible asesinato de su hijastro.
Ilustración de Ward O'Neill
Las conspiraciones de un grupo anarquista envuelven la trama que coquetea con varios dramas simultáneos (el romance apasionado con Anna Sergeyevna, la mujer que le da hospedaje al escritor en su estancia en la ciudad, la perturbación que le produce la hija de ésta, Matryona, el acoso de la policía); pero sin duda el drama mayor está encarnado por Nechaev.

Sergei Nechaev, aquel ruso que escribió “Catecismo de un revolucionario”, encarna en esta novela la pesadilla de Dostoievski, la serpiente que lo tienta y lo llena de dudas, la sombra del mal que pasea sus mentiras frente a los ojos del narrador, llevándolo a más de una encrucijada de tipo filosófico, moral, social y hasta literario; al pedirle que se una a su movimiento escribiendo un panfleto.

Dostoievski, condenado en la vida real a 10 años de exilio en Siberia por subversión, se siente aterrado ante la posibilidad de volver a ser perseguido. “Una trampa, una trampa demoníaca (…) La muerte de Pavel solo ha sido el señuelo para hacerle viajar de Dresde a Petersburgo. Él ha sido la presa en todo momento”, y en ese delirio revive al espíritu de su hijo.

La radicalidad de Nechaev es quizá lo más logrado en toda la novela de Coetzee, un personaje que parece más propio de la narrativa de Dostoievski que de la del verdadero autor; como si la lucha de Fiodor Mijailovich no fuera solo de personaje a personaje sino la de creador contra su obra. Así, Nechaev le reprocha en un pasaje:

La novela es varias novelas en una. Es un drama a lo “Lolita”, por la presencia angelical y maliciosa de la niña, es una novelita erótica, cuando describe los ardorosos encuentros pasionales de Fiodor Mijailovich, es una obra a lo Dostoievski por los cuestionamientos trascendentales, y es una hechura pura y dura del propio mundo afligido de Coetzee.

Es también una novela de desarraigo, a lo “El extranjero”, de Camus, y de la relación padre a hijo, de las que hay muchas; pero es sobre todo un buen motivo para conocer más a este narrador sudafricano que es más que un Premio Nobel y un cronista del Apartheid, como algunos lo pintan.

20 de enero de 2009

Cusco 2009: Fiesta en ruinas (Segunda parte)


LA PRIMERA MAÑANA del 2009 luce despejada, aunque pronto caigan las primeras gotas aisladas de lluvia, las mismas que la tarde anterior se convirtieron repentinamente en un diluvio digno de mejor crónica. Igual que muchos, me levanto con los estragos de la resaca, pese a haber tomado mucho menos que la mayoría.

EN MIS ÚLTIMOS recuerdos veo una Plaza de Armas regada de lluvia y de botellas de cerveza. Veo el cielo resplandecer en colores por los fuegos artificiales que revientan como huevos estrellados. Veo mi ropa empapada, mis zapatos inundados, mi cabello como recién salido de la ducha.

PERO AL SALIR a la calle compruebo que todo está como si nada. Y si mis zapatos se secaron con la calefacción, Cusco parece barrida como por una mano divina. Segunda noticia de Cusco: aquí la limpieza municipal sí es eficiente, al punto de que muchos barrenderos comenzaron a recoger los desperdicios cuando aún habían turistas ebrios en la calle.

NO HACE MUCHO FRÍO, pero en las próximas horas debo reponerme y prepararme psicológicamente para iniciar los tours programados en todo paquete turístico: el Coricancha, Sacsayhuamán, Ollantaytambo, Valle Sagrado y, por supuesto, Machu Picchu. Caminatas que pueden restar el poco aire que son capaces de almacenar mis pulmones costeños.

ANTES, CLARO, yo y mi novia hacemos un viaje relámpago hacia “El Molino”, un mercadillo en el que encuentro una cámara que pueda sacarme del apuro de quedarme sin la famosa foto del Huayna Picchu a mis espaldas. Allí, una paisana de vestimentas típicas me explica los detalles técnicos del artefacto (pixeles, zoom, precio en dólares) antes de que me anime a llevarla.

EMPIEZO A CAER en la cuenta de lo que me dijo la guía turística: en Cusco no hay quien no viva del turismo. Y así como esta dama en polleras ha aprendido todo lo que hay que saber sobre las cámaras fotográficas digitales, en el Centro Histórico de la ciudad hay otras que han aprendido que su sola presencia vale oro para quienes quieren conservar su recuerdo en una imagen.

ASÍ, TRES PAISANAS que venden artesanías en la calle junto a su llama y un niño han descubierto que les resulta más rentable cobrar por hacerse una fotografía junto a los visitantes, que sacarle buen precio a sus pulseras de lana tejida. “Diez soles”, dice una de ellas con mirada determinante, “por la foto, somos tres”. Las pulseras a dos colores que venden apenas cuestan dos soles.

UN CUSQUEÑO vestido de Inca de pies a cabeza posa con la Piedra de los Doce Ángulos mientras varios muchachitos ofrecen llevarte a la que tiene trece y explicarte cómo es que una piedra puede llegar a ser tan célebre al punto de que se vendan rompecabezas con su pétrea imagen.

UNA CHICA casi adolescente me conduce al local donde prometen hacerte vivir la verdadera experiencia de tomar ayahuasca. En un segundo piso con la escalera más vertical que he subido en mi corta y horizontal vida, descubro en los labios de una cusqueña mística, pero vestida en perfecto sastre, que el ayahuasca no es lo que muchos te hacen creer.

NO ES UNA DROGA adictiva, no es una planta que hace milagros, no es un hechizo que cura enfermedades, me dice la guía. Simplemente, es una experiencia alucinógena y espiritual que puede llegar a costar 890 dólares. Para tomarla no debes haber consumido drogas, alcohol, café, chocolate ni carnes rojas en los últimos días. Y, de preferencia, no haber tenido sexo o haberse masturbado.

“NO HAY EN CUSCO quien no haya venido y se haya quedado a hacer negocios”, me dirá después una promotora turística mientras espero al guía de mi primera excursión. Su nombre es Willy, al igual que el de mi segundo guía, Willy Chay, como se hace llamar. Así descubro que muchos guías en Cusco se llaman Willy, lo cual resulta al menos confuso cuando empezamos la caminata y todos exclaman el mismo nombre a sus guías.

EN CUSCO te pueden lanzar de una catapulta por 59 dólares, te pueden ofrecer dormir en una habitación con oxígeno extra para el mal de altura por solo 1,550 dólares, o te pueden hacer navegar en un río caudaloso que atraviesa Machu Picchu, como se muestra en un afiche pegado en la puerta de un local de ecoturismo que quiere vender el canotaje aún a costa de la irrealidad.

CUSCO ES también eso: un gran mercado en donde todo se vende, hasta un recorrido en un tranvía con ruedas de auto. Aquí, el metro cuadrado de alquiler en una zona comercial puede llegar a costar mil dólares. Ya hay trasnacionales construyendo resorts y hoteles de hasta siete estrellas y restaurantes gourmet que pronto abrirán sus puertas. La octava maravilla.

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HACE UN PAR de años, la infraestructura hotelera que había en Cusco era insuficiente para recibir a la cantidad de extranjeros que llegaban en temporada alta; y hace ocho años la ciudad apenas y contaba con espacio suficiente, y las condiciones necesarias, para recibir a los que venían de otras partes del Perú. Tercera noticia de Cusco: cada vez son menos los turistas peruanos en comparación con los extranjeros.

AHORA CUSCO tiene todo lo indispensable y algo más. Los menús son bilingües, las paisanas balbucean muy bien el inglés, la ciudad cuenta con locutorios y los hoteles con señal inalámbrica para Internet. Aún así, no hay sensación que se compare, ni que se pueda describir, a la de ver ese templo-lugar-de-observación-palacio-de-descanso que es Machu Picchu.

HARÍA MAL en intentar describir esta ciudadela afincada en un rincón selvático cusqueño. Lo único que puedo garantizar es que hará que el viaje valga la pena. Aún cuando pierdas una cámara, aún cuando te agote la escalada, aún cuando pierdas otras excursiones, aún cuando viajes cuatro horas en tren. Machu Picchu vale cualquier gasto, cualquier sacrificio.

AQUÍ ARRIBA —o aquí abajo si lo miramos desde Cusco— comparto caminata con brasileñas maravilladas, colombianos extasiados y con peruanos que no terminan de creérselo. Los norteamericanos son los más atentos a las explicaciones, los que más preguntan. Quieren ver, tocar, sentir todo lo que puedan porque este viaje será imborrable.
DE REGRESO a la ciudad, ese regreso serpenteante por las colinas que hace el tren backpacker de PeruRail, vemos en el horizonte una fila de viñetas iluminadas que viajan disciplinadas en la oscuridad. Es el tren que va hacia Aguas Calientes con los turistas que pasarán la noche allí, esperando el amanecer para soñar despiertos con Machu Picchu.

ES SÁBADO en la noche y aún quedan muchos lugares que visitar. Los bares Kilómetro Cero, Perros, Cicciolina’s, el Bar Cusco, el Pepe Zeta, el Fallen Angel. Música jamaiquina, música electrónica, música sin nacionalidad. Las discotecas vuelven a llenarse y los bricheros se preparan para conquistar a los y las turistas que pretenden llevarse algo más que una artesanía de recuerdo.

“ENCUENTRA EL AMOR”, será pronto uno de los argumentos de las guías turísticas para visitar Cusco. Muchos se han quedado aquí por los negocios o por un romance más largo que un verano. Como un español que cada semana viaja a Cusco para ver a su esposa puneña. Repito, Cusco será pronto una gran agencia matrimonial.

Y SI A ESO se le suma que muchos extranjeros caen rendidos por la comida peruana, o que se prepara en el Perú, los cusqueños tienen asegurada su descendencia binacional. En Cusco los restaurantes son de todas, o casi todas, las nacionalidades. En una sola y breve cuadra se puede encontrar comida coreana, italiana, mexicana, árabe y, por supuesto, cusqueña.

HAY COMIDA vegetariana, comida japonesa, comida fusión y comida típica. Comida al paso y de cinco tenedores. Hay jugos de fruta, con todas las mezclas posibles, panaderías iguales a las miraflorinas, parrillas argentinas y nacionales. Y hay mate para la digestión; así como también jugo para los nervios, para los riñones, para bajar y subir de peso.

CUSCO NO TIENE pierde y no tiene fin. En una noche estás bailando en una discoteca y a la siguiente en la proyección de un cortometraje en el mismísimo Coricancha, donde pastan animales hechos con luces de navidad. Cusco no se acaba pero te agota. Y se pasa volando, por eso hay que cuidar los boletos de avión, hacer el check in con tiempo y encomendarse al dios Sol para que te acompañe.

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ES DOMINGO, mi último día en Cusco, y continúa lloviendo. Llueve desde la mañana, o quizá desde antes. Una llamada interrumpe mi sueño. Es de Lima, me dicen que están suspendiendo los vuelos de Cusco a Lima por mal tiempo. Mal tiempo. ¿Cómo definirán eso las aerolíneas considerando que ha llovido en los últimos cuatro días? ¿Todos estos días hubo mal tiempo?

CAMINO AL AEROPUERTO me confirman la noticia. Pero solo cuando entramos al Velasco Astete vemos su verdadera dimensión. Se han cancelado todos los vuelos de la mañana, no hay aviones en Cusco, los que debían venir de Lima no salieron por temor a esa curva peligrosa que deben hacer para aterrizar en esta ciudad histórica, en esta ciudad cosmopolita, en esta ciudad del amor, en esta ciudad lluvia.

HAY MÁS DE mil personas de todas las nacionalidades reclamando porque van a perder su conexión a otro país, una reunión de trabajo, uno o dos días de sus vidas verdaderas. Hay casos más dramáticos que otros. Dos chicas limeñas nos cuentan que deben dar una charla académica en Santiago de Chile. Un español dice que debe abordar un barco en Iquitos.

UN PAR DE argentinas lucen francamente desesperadas. Vamos por tierra a Arequipa y de ahí tomamos un avión. Vamos a Juliaca en bus y de ahí en un vuelo directo. Alquilamos una camioneta y la hacemos en 24 horas. Contratamos un vuelo charter por nuestra cuenta, solo necesitamos reunir a 20 locos más. Nos quedamos a esperar que reprogramen nuestro vuelo.

TODAS LAS opciones parecen bastante malas. “¡Queremos atención!, ¡queremos atención!”, empiezan a gritar en la cola de más de treinta metros que zigzaguea por los pasillos de aeropuerto y que no figura entre las atracciones turísticas de la ciudad. Después de seis horas peleando con el personal de LAN, logramos un vuelo para dentro de dos días. Hay otros que consiguieron para dentro de tres.

COMO EL MOTIVO de la cancelación es climático, la aerolínea no nos reconocerá ninguno de los gastos en estos días extra. No queda más que resignarse, total, estamos en Cusco y, sí, todavía hay mucho por visitar. Aunque la preocupación persiste, ¿y si continúa así el clima? ¿Nos reprogramarán para dentro de dos días más? ¿Habrá turistas que se quedaron para siempre en Cusco vencidos por el mal tiempo?

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LOS DÍAS siguientes me la paso completando mi boleto de lugares turísticos, caminando por la ciudad, la única forma de conocerla de verdad, y mirando el cielo que luce ambiguo. Por un lado celeste y por el otro grisáceo. Me la paso también encontrándome con los viajeros frustrados que, como yo, estuvieron reclamando furiosos apenas unos días atrás y que ahora lucen tan contentos.

ES MARTES, el verdadero último día, y los dioses del clima parecen estar a nuestro favor. Una virgen en andas recorre las calles junto a una orquesta con bailarines, danzarinas, animales peludos y varios fieles. En Cusco, antes de la explosión del turismo, estas fiestas eran las que más abundaban. “Ni yo misma me sé todas las fiestas que hay”, me dice una guía cusqueña.

APROVECHO PARA visitar un mercado y hacer las últimas compras de rigor. Vuelvo a mirar el cielo, apenas unas gotas salpicadas que caen sin que nadie se de cuenta. Salvo yo, que ya estoy paranoico. Cuando subo al taxi para irme de Cusco, finalmente, la lluvia arrecia sobre la luna parabrisas y vuelven los fantasmas. A mitad de camino empieza a granizar.

“¿GRANIZO?, ¿viste granizo?”, me dicen emocionados mis amigos de Lima cuando les cuento que pensé que no los vería más, que Cusco me había secuestrado. No es una experiencia grata, aunque sí muy emocionante. Los golpeteos en el techo hacían un ruido similar al de los granos de maíz reventando bajo la tapa de la olla cuando se hace pop corn casero. Pero son más agresivos.

EL TAXISTA me dice que ni hablar, él no baja de su auto, que baje yo que tengo poncho de plástico. Sus llantas patinan en cada frenada y cuando por fin llegamos al aeropuerto los trozos de hielo de atacan desde el suelo, rebotando en el asfalto encharcado. Corro hasta quedar bajo techo y así, mojado de las rodillas para abajo, pretendo despedirme de Cusco.

ESTAMOS DE suerte, no están cancelando los vuelos y con el correr de los minutos el clima mejora notoriamente. En la sala de embarque un brasileño en pantalones cortos hace tiempo conversando con las damas del servicio de llamadas a larga distancia. Lo ha pasado genial en Aguas Calientes, donde recibió el año y celebró su cumpleaños. La energía, la energía, repite aunque poco es lo que se le entiende.

EN LA BARRA del café, un europeo bebe de un trago y en tiempo récord una botella de cerveza. Más allá, la familia de mexicanos que estuvo con nosotros en la lucha por un cupo de vuelo está lista para abordar. El padre nos reconoce y nos saluda. Nos cuenta que harán conexión en Lima y de ahí se van a Santiago de Chile. Luego a Buenos Aires y de ahí a la Patagonia.

“LAS CHICAS perderán unos días de clase pero no les preocupa. Si al papá no le preocupa, menos a ellas”, dice él aliviado ya del mal rato que tuvo que pasar. En el avión, compruebo que hay muchos sitios vacíos. Al parecer el mal tiempo en realidad no era el único motivo, también estaba el buen tiempo. Buen tiempo para revender lugares.

EN UNA HORA estaremos de vuelta en Lima, con el clima y el cielo estables. No sé qué empezaré a contarles a mis amigos de este viaje. No sé si me quedaré con la imagen de la ciudad alborotada por las fiestas, o la de los cusqueños haciendo cola en la puerta del ICPNA para matricularse en un curso de inglés la primera semana del año.

AL LLEGAR a Lima debo quitarme un poco de ropa de encima. Días después encuentro una página de Internet que ofrece el servicio de acompañantes en Cusco. Hay fotos fantasma y números celulares. También la posibilidad de que nuevas chicas se sumen al staff de anfitrionas mediante un casting. Lo dicho, Cusco nunca se acaba, Cusco never ends.

19 de enero de 2009

Cuento: Billetes*

LA HISTORIA que les voy a contar es estrictamente verdadera en cada uno de sus detalles, haría mal yo en mentir sobre una materia tan delicada como es esta: el dinero. A la edad de veinticinco años empecé a encontrar billetes en los bolsillos de mis pantalones. Billetes que yo no había dejado ahí, billetes de a diez, de a veinte y de a cincuenta y cien soles que aparecían de repente, doblados en dos, en tres y hasta en cuatro, con sólo meter la mano distraídamente en mis pantalones.

LO SÉ, no es fácil de creer, por eso al principio no comenté este hecho repetitivo con nadie hasta que sentí que era mi deber —o más bien que era una necesidad— contárselo a alguien que pudiera ayudarme a desentrañar el misterio, agradable, pero misterio al fin. Al principio recurrí a amigos en conversaciones de sobremesa donde les soltaba el discurso de la bendición de mis pantalones, pero la mayoría me tildaba de charlatán o sencillamente me ignoraban.

ENTONCES DECIDÍ hacerles una demostración, aunque siempre corría el riesgo de que el truco no se efectuara, ya que yo no era un mago entrenado sino acaso el pastorcito que repite que ha visto un milagro. Lo que hacía era muy sencillo, en principio les mostraba que en mis bolsillos no había nada —por aquí ni por allá— para luego pedirles que olvidáramos momentáneamente el asunto y, al final de la velada, cuando nos disponíamos a tomar un taxi, aparecía el dichoso billete.

NO CONVENCÍ a muchos, salvo a los que cínicamente me decían que sí me creían y que, ya que mis bolsillos eran tan generosos, por qué no les prestaba dinero de mi naciente fortuna. Recurrí a mucha gente, gente desconocida, para confiarle mi secreto y la mayoría se sonreía, escudriñaba mis ojos, no te lo puedo creer, me decían, y me daban una palmada; se lo tomaban a bien, después de todo, a quién puede preocuparle la aparición intempestiva de dinero contante y sonante.

UN PRIMO al que no frecuentaba muy a menudo me dijo que tal vez yo podía ser un sonámbulo y que en las noches me metía a robar a alguna parte, una estación de servicio, una cantina, un café, un hotel, y que los dependientes debían dejarse robar por temor a hacerme algún daño al despertarme; al fin y al cabo, yo robaba montos muy por debajo de los verdaderos delincuentes. Luego, me decía, yo me desvestía y me metía a la cama satisfecho con mi botín.

TAMBIÉN ME DIJO que posiblemente yo era cleptómano, y que en los buses debía deslizar la mano en los bolsos de las mujeres sin darme cuenta, esas cosas son muy frecuentes en los que padecen este tipo de enfermedad, dijo. Pero yo tuve que insistirle en que no era ni lo uno ni lo otro, porque yo tenía el sueño frágil y no dormía sino hasta las tres o cuatro de la madrugada, cuando todos los lugares están definitivamente cerrados; y no acostumbraba tomar buses.

ADEMÁS las mujeres no llevan el dinero alegremente en el bolso, sino que usan carteras, y yo nunca había tenido una cartera de mujer en mis manos, o al menos no que recordara. Lo siguiente que se le ocurrió fue que yo debía robarme a mí mismo, es decir, que debía esconder el dinero para no gastármelo y que luego éste aparecía en el lugar menos sospechado producto de mi descuido. Algo muy poco probable porque yo llevo una contabilidad estricta sobre mis ingresos.

MI PRIMO se dio por vencido y me dijo que tal vez lo mejor era no saber el motivo porque, una vez que se revelan, los misterios nos parecen menos encantadores. Yo sólo quería saber cuánto podría durar este fenómeno, si debía acostumbrarme a que los billetes florecieran en mis pantalones o si debía continuar trabajando en aquella oficina que tanto detestaba. Cada semana los billetes aparecidos sumaban una cantidad considerable que me hacían soñar con una pronta e inmerecida jubilación.

LO CIERTO es que comencé a agarrarle cariño a mis pantalones. En aquel entonces tenía apenas tres mudas que, bien combinados, parecían ser seis; o al menos eso era lo que creía yo. Tenía un drill azul marino, un corduroy crema y uno negro de algodón muy delgado que conformaban el trío de prendas que cubrían mis piernas en los días de la semana. Los sábados y domingos usaba bermudas; curiosamente en ninguna de ellas encontré nunca un billete.

ESTE HECHO me hizo atesorarlos. Concluí que si ellos me estaban haciendo rico lo menos que podía yo hacer era cuidarlos al extremo, usarlos a diario y lavarlos lo menos posible para que no se gastaran. A uno de ellos, el azul, tuve que coserle una vez el bolsillo izquierdo. Las supersticiones hicieron que me preocupara en demasía, llegué a pensar que luego de aquella intervención de hilo y aguja mi pantalón podía perder su condición mágica, pero nada malo le ocurrió.

LUEGO de un minucioso control estadístico, que incluía el conteo del número de horas que vestía cada pantalón, los lugares que visitaba con ellos y en qué días; deduje que el azul era uno de los más rentables, seguido del negro y quedando en último lugar el corduroy crema, que cada día me parecía más sucio y rotoso, por lo que empecé a usarlo sólo los jueves, el día que las estadísticas señalaban como el menos productivo. Pero en poco tiempo tuve que relegarlo de mi guardarropa.

ESTO HIZO que mis otros dos pantalones se desgastaran más rápidamente, lo que empezó a preocuparme porque en la oficina empezaban a observarme con cierto recelo, como diciendo “este tipo dice tener mucho dinero, pero no es capaz de comprarse un par de pantalones nuevos”. O bromeaban diciendo que yo era un hombre sin pantalones. Yo los ignoraba. Ellos podían vestirse con pantalones nuevos, pero no tenían unos de los que aparecía dinero como para comprar un pantalón nuevo cada día.

LOS QUE antes fueron mis cordiales compañeros de oficina se convirtieron en seres envidiosos que no toleraban mi ingenuo gesto de incredulidad cada vez que metía la mano en uno de mis bolsillos y sacaba de ellos un billete que, les juraba, yo no había dejado ahí ni de casualidad. Ya quisiera tener yo esa suerte, decían de mala gana, yo que estoy lleno de deudas, se quejaban, yo que aún no termino de pagar las cuotas de mi departamento, yo que tengo una madre enferma, yo que voy a dar a luz.

AL PRINICIPIO pensé en compartir los billetes de menor denominación con ellos, pero luego recapacitaba y me decía que la suerte no se debe regalar, que no está bien acostumbrar a la gente a recibir limosnas, que, en último caso, ¿qué habían hecho ellos por mí para que yo sea generoso? Esta posición empezó a aislarme de ellos, de todos, del mundo. En poco tiempo tuve que renunciar a mi trabajo, pese al temor de que en cualquier momento mis pantalones dejaran de producir.

A LOS treinta y seis años era un desempleado con dinero, una raza inexistente en el país, y con sólo dos pares de pantalones. Cuando empecé a buscar mujer pensé en serle infiel a mis dos únicos pares para vestir más elegante, pero temí que eso fuera mi perdición. Ahora díganme, ¿qué mujer se enamora de un hombre que usa sólo dos pantalones en toda su vida? Yo creí que las habría, pero lo cierto es que la moda, por estos días, es tan importante como una buena billetera y un corazón noble.

CINCO AÑOS después podía decirse que yo era un millonario joven. Me compré una casona amplia en las afueras de la ciudad y la remodelé a mi gusto, después de todo, pasaría mucho tiempo encerrado entre sus paredes revestidas de cuadros de pintores famosos. A mis ocasionales acompañantes no les contaba el origen de mi patrimonio por no parecer un ricachón excéntrico; les decía que era parte de la herencia de un pariente lejano del que no había más que contar.

NINGUNA de ellas llegó a amarme ni yo pude encariñarme con ellas. Simplemente me era imposible vivir junto a dos misterios —la mujer y los bolsillos de los que brota dinero—, por lo que a la temprana edad de cuarenta y un años me resigné a llevar el cartel de solterón. Era curioso, yo parecía más joven de lo que era en realidad y mis pantalones lucían excesivamente viejos, reliquias que más valía llevar a un museo antes de que se deshilacharan completamente.

CREO QUE no mencioné que un día permití que uno de mis sirvientes limpiara mi habitación y se llevara el pantalón crema de corduroy, apolillado por todas partes, para regalarlo a algún indigente. Fue demasiado tarde cuando caí en la cuenta de mi error; entiéndame, eran muchos años sin recordar nada sobre aquella prenda. Por otra parte, nunca recibí noticias de un mendigo que, de la noche a la mañana, se hiciera millonario sólo por usar un pantalón mugroso y desgastado.

CUANDO cumplí cincuenta años mandé a restaurar mis pantalones a un laboratorio norteamericano especializado en telas. Ellos eran los que confeccionaban los trajes a los astronautas de la NASA, así que creí que estaban en buenas manos. Me los devolvieron al cabo de seis días —seis días que me los pasé en cama como un enfermo— y con sus poderes intactos. Pese a ello, a los ojos de cualquier mortal no podían pasar por prendas nuevas; eran una antigüedad por su sólo diseño.

EL CASO es que nada es eterno y mis muchos cuidados con los pantalones hicieron que descuidara todo lo demás. Una tarde descubrí que una de las muchachas de la limpieza me robaba cuando entraba a la ducha, por lo que opté por instalar en toda la casona varias cámaras de seguridad. Cada vez que iba al baño, llevaba conmigo mis dos pantalones por miedo a que alguno de mis empleados supiera de mi secreto, o por temor a que sacaran los billetes que aún no había descubierto.

MI SIGUIENTE medida fue colocar mis pantalones en una cámara impermeable, una suerte de incubadora con detectores láser, cuando me iba a dormir. Ya no temía sólo a los delincuentes, sino a los pronósticos del tiempo que señalaban que la humedad aumentaba y se acentuaba en las madrugadas. También le tenía pavor a los rayos del sol, por lo que cada vez que ponía un pie en mi amplísimo jardín, me colocaba una protección especial que más parecía un delantal de cocina.

EL PROBLEMA estuvo en que me olvidé del fuego y una tarde en que paseaba en mi automóvil, mi chofer no pudo esquivar una bicicleta que se atravesó y acabamos estrellándonos contra un poste de luz. El auto empezó a quemarse, tuvimos que evacuar antes que las llamas llegaran al tanque de combustible y dejar olvidado mi pantalón azul marino que viajaba protegido contra todo —menos contra el fuego— en la maletera del sedán plateado.

APENAS TUVE un par de costillas rotas y varias magulladuras que no tardaron en sanarse pero, como supuse, en ningún otro pantalón de los muchos, y finísimos, que me compré pude encontrar billetes. Hasta tuve la rara impresión de que mi pantalón negro había mermado su producción de efectivo, de seguro apenado por haberse quedado solo en la tarea de hacerme rico. Qué más daba, ya tenía dinero suficiente para no tener que preocuparme por él.

Cumplidos los cincuenta y cinco años, puedo decir que ya no recuerdo la última vez que encontré un billete por casualidad en aquel ruinoso pantalón negro que no he vuelto a usar para salir de casa. Ahora me gustan los de cuadros rojos y verdes de los golfistas, los a rayas verticales de los payasos, los jeans coloridos de los hippies. Quiero que todo el mundo vea mis pantalones que no dan dinero antes de que el dinero se acabe y no me quede nada más que mostrar.


Lima, marzo de 2008

*Mención honrosa en el concurso “2008 palabras”.
Imágenes del autor.

18 de enero de 2009

Cusco 2009: Fiesta en las ruinas (Primera parte)


El Perú es Cusco, Cusco es Machu Picchu y Machu Picchu es el Perú. Al menos para los turistas que llegan al país, esa debe ser la premisa que organice su viaje. La mía, y la de muchos de los que vinieron a esta ciudad a pasar el Año Nuevo, incluye una experiencia sin igual en una ciudad histórica, cosmopolita y noctámbula donde todo puede pasar.


Por Javier García Wong Kit
Fotos del autor y de Ruth Anastacio V.


VIVIR EN UN SOLO LUGAR, Lima, me ha hecho creer que esta ciudad se encuentra fuera del mapa, y que es en los demás lugares donde se tienen las verdaderas experiencias y donde se hallan esos atractivos turísticos que, cada año, mueven a un tropel de viajeros de país en país. Como si el hecho de quedarse en casa anulara toda posibilidad de aventura.

VIAJÉ A CUSCO con esa intención, con la idea de encontrar en sus calles, en su gente y en sus costumbres una vida “retratable”, al igual que los excursionistas que se trasladan a parajes desolados para ver una especie en extinción o los antropólogos que se quedan prendados ante una tribu salvaje. O mejor, al igual que los turistas que, cámara de fotos y filmadora en mano, van en busca de su tesoro vacacional.

CUSCO ES UNA CIUDAD PAISAJE. Aquí se encuentra, sin dificultades, paisajes naturales de ensueño, añejas construcciones coloniales, pobladores tradicionales que interrumpen su andar cotidiano para posar ante el lente de un extranjero a cambio de unas monedas, y caritas de niños de la calle sonrientes como los que muestra UNICEF en sus postales caritativas de navidad.

DESDE LA LLEGADA, las casitas de techos rojizos a dos aguas bajo el cielo celeste reciben a los turistas con una imagen típica: el bello rostro de la pobreza. He descubierto —aunque en el fondo lo sabía— que muchas personas viajan a lugares empobrecidos para captar el rostro de la escasez, como si aquello les proporcionara la satisfacción de saberse ajeno a esa condición. O de haberla superado.

LA TORRE DE PIEDRA que sostiene al Inca Pachacútec en lo alto del mirador es la primera foto imperdible en la travesía por una ciudad que muestra la imponencia del legado de los Incas en casi todas las esquinas. Ese pasado milenario, que sorprende hasta por la forma en que pusieron piedra sobre piedra, es la principal razón por la que muchos parecen reporteros de la National Geographic o enviados especiales de Discovery Channel.

PRIMERA NOTICIA: a Cusco vienen turistas con cámaras fotográficas tamaño extra grande. Algunos tal vez sean fanáticos de la historia, la geografía o la arquitectura que alberga esta ciudad. Pero muchos, o casi todos, son simples extranjeros que quieren sacarse la foto con el Huayna Picchu, con la Piedra de los Doce Ángulos, con la mamacha que teje rudimentariamente en la acera del frente.

PERO CUSCO ES MÁS que eso. Cusco es un viaje al pasado milenario, la visita a los restos del imperio vencido y ahora conquistado por el turismo. Darse una vuelta por la Plaza de Armas es toparse con todo tipo de museos y con colecciones de piezas arqueológicas pero, sobre todo, es contemplar en aquella casa, aquel portal, aquella iglesia, los restos de una cultura sólida como las piedras de varias toneladas que sostienen todavía varias casas y tiendas en la ciudad.

SI HAY ALGÚN LUGAR que conserva la historia en sus expresiones artísticas y sus manifestaciones culturales ése es sin duda Cusco. Su mestizaje atraviesa lo religioso, idiomático, arquitectónico e incluso lo gastronómico si se aprecian los detalles; como aquella representación de la Última Cena en la Catedral en la que se sirve cuy a los apóstoles o en aquel Nacimiento Inca de cerámica que descansa en un museo.

HOY CUSCO ESTÁ MÁS MESTIZA que nunca. Más abierta, diversa y hasta cosmopolita por la cantidad de extranjeros que llegaron para quedarse aquí sin siquiera saberlo. Quienes vienen aquí lo hacen por vivir experiencias que, en estos tiempos, se compran de preferencia con moneda extranjera, aunque las haya de todos los precios.

EXISTEN DOS CLASES DE TURISTAS: los que intentan pronunciar algunas palabras en español, comen la comida típica del Cusco y leen las placas de las esculturas; y los que llegan en busca de un affair interracial, preguntando por la discoteca del momento y la dirección de aquel restaurante gourmet de próxima inauguración.

LÓGICAMENTE, es fácil confundir a unos con otros, sobre todo porque ambos pueden estar bebiendo una cerveza Cusqueña o durmiendo en el mismo alojamiento. En último caso, buscar sus diferencias resulta inútil. Aquí todos somos iguales bajo la lluvia y sobre las veredas de piedra angostas; especialmente en una fecha como esta, 31 de diciembre, en la que todos buscan lo mismo: diversión.

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A LAS CUATRO de la tarde, Cusco nos muestra un cielo azulino, con algunas nubes esponja que parecen dibujadas por un niño (¿el Niño Dios?) mientras cientos de personas eligen el lugar donde pasarán la Noche Vieja. En los mostradores de los hoteles, en las paredes de los restaurantes, en las manos de los jóvenes cusqueños alrededor de la Plaza, hay volantes y afiches que ofrecen el mejor lugar para despedir el año.

BARRA LIBRE, música en vivo, el mejor ambiente, su DJ favorito, cena incluida, cotillón gratis y fuegos artificiales. Sin embargo, sin temor a equivocarme, puedo asegurar que muchos de los que han llegado a Cusco, en grupo, en pareja, a solas, para recibir el Año Nuevo no tienen la menor preocupación por esos detalles.

EL ÚLTIMO DÍA del año lo pasarán abrazados de sus amigos, con sus parejas en brazos, brindando en la plaza, gritando desaforados sin importar nada. Ebrios entre pisco y cerveza. Mareados y no por la altura. Bailando con música rave o autóctona. Fotografiando cada instante de un jolgorio que se vende en paquetes turísticos junto al Camino Inca.

A LAS SEIS de la tarde de ese mismo día empezó a caer una lluvia moderada. Mi primera lluvia de fin de año. Con paraguas y ponchos de plástico de varios colores, los turistas y lugareños siguieron con sus vidas, a sabiendas de que faltaban pocas horas para las doce campanadas y aún hay fuegos pirotécnicos, ropa interior amarilla y racimos de uva que comprar y vender.

VARIAS HORAS DESPUÉS, la lluvia siguió, obligando a los vendedores ambulantes de la Plaza Regocijos a guarecerse bajo algún portal. El tráfico se volvió más lento y el andar de los peatones desordenado, ya que debían esquivar los riachuelos que discurrían por las junturas del empedrado de las pistas y veredas. Diciembre, por más que se molesten los cusqueños, no es buen tiempo para ir al Cusco.

A LO LEJOS se ven los rayos que anuncian una noche húmeda y, acaso más cerca, se escuchaban los truenos en competencia con los cohetes y demás artefactos explosivos que revientan en el cielo. Ya se percibe en las calles el ambiente de fiesta multinacional, por más que los argentinos y brasileños prefirieran reunirse entre ellos, con algún amigo nacional de por medio.

UNA GUÍA turística me cuenta que en esta época del año quienes más vienen de visita son los latinoamericanos y a mitad de año aguardan a los norteamericanos y europeos. Es día 31, pero ella me dice que hace apenas una semana todo Cusco se sentía pendiendo de un hilo. Los turistas no aparecían y ellos aguardaban expectantes la invasión de sus clientes-conquistadores-cámara en mano.

“TODOS EN CUSCO viven del turismo, desde el lustrabotas hasta los hoteles”, me dice al tiempo que espera, igual que yo, que la lluvia cese en cualquier momento, como también ocurre aquí. “Es bueno que llueva”, añade, “nosotros tenemos la creencia de que si llueve la noche de Año Nuevo es porque vamos a tener una buena cosecha”, dice mientras esa lluvia purificadora continúa oscureciendo el cielo.

SI BIEN NO HAY restaurantes cerrados, algunos están reservados por esta noche mágica en la que muchos sacarán a pasear la maleta a la plaza para tener la suerte de viajar ese año o, simplemente, correrán alrededor de ella como chiquillos. Yo mismo, estoy en Cusco por una tradición, la de festejar el Año Nuevo junto a mi novia como si fuera la última de las fiestas de mi vida.

SON LAS ONCE, faltan minutos para el 2009 y bajo el Portal de Panes se atrinchera un grupo alegre de turistas brasileños cantando “¡feliz ano novo!”, como si estuvieran en un estadio de fútbol, compitiendo en alegría con los argentinos. En una de las pocas tiendas de la plaza, compran cervezas en latas y botellas, bajo la atenta mirada de unos vigilantes municipales que ya nada pueden hacer.

LOS VENDEDORES de cigarros y golosinas levantan los plásticos que cubren sus puestos para ofrecer sus productos. Flashes y flashes se disparan uno tras otro, los turistas más ‘empilados’ toman las pistas para contemplar el espectáculo de ráfagas de fuego que luchan en contra de la lluvia que sigue cayendo. Todo Cusco es una fiesta, pura algarabía. O al menos eso nos parece desde este lado de la plaza.

MI NOVIA Y YO decidimos caminar hasta la acera opuesta, hacia el Portal Carrizos. Allí nos topamos con más turistas que transitan por la vereda esquivando a los mendigos que duermen tirados, tapados con cartones. Vemos niños pidiendo una propina en inglés y a sus madres con bebés atados a la espalda, descansando contra la pared de piedra de una joyería.

EN ESOS MOMENTOS pasa por mi cabeza el significado de la palabra fiesta y llegan a mi mente palabras como compartir, soñar, celebrar, agradecer. De pronto una luz de fe se enciende para esos niños de mejillas coloreadas. Un chiquitín de mirada traviesa y ponchito raído contempla con alegría una chispita mariposa, ese carboncillo que relumbra exóticamente y que todos hemos tenido de niños.

ALGUIEN LE REGALA una chispita y él la hace girar en el aire. Su tenue brillo ilumina su rostro. De pronto, mientras camino tomando fotos, veo a mi novia comprando una cajita de chispitas y ofreciendo ese juguete a los pequeños que empiezan a rodearla con curiosidad. Ahora son ellos los turistas fascinados con su generosidad, son ellos quienes se acercan curiosos, y soy yo el que sonrío como un niño.
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HAY FIESTAS en bares, pubs, discotecas, restaurantes y hoteles. Hay fiestas rave, fiestas VIP, fiestas privadas, fiestas elegantes, fiestas en el Valle Sagrado y fiestas al aire libre. Hay extreme partys y sexys partys. Hay fiestas por cincuenta y doscientos dólares. Y hay 15 mil turistas dispuestos a que esta noche sea la noche de sus vidas.

EN UKUKUS, una discoteca cercana a la plaza, nos esperan dos copas de pisco sour y dos de Machu Picchu, un trago de tres colores hecho también con pisco. Esta noche toca La Sarita, una banda peruana de rock duro y fusiones variopintas que se presenta por tercera vez consecutiva en la Noche Vieja de Cusco.

ESO ME CUENTA Dante Oliveros, el percusionista de la banda que espera el momento de subir al escenario mientras comparte un sofá sucio conmigo. Las canciones de La Sarita son ideales para el público cusqueño por sus guitarras eléctricas, sus raíces indígenas —y de las otras— y sus letras autóctonas —por así llamarlas—.

HAN PASEADO sus acordes por lugares tan disímiles como el bar La Noche de Barranco y el Gran Complejo de Los Olivos, en Perú; y el “World Village Festival”, en la ciudad de Helsinki, Finlandia, o en la sala de conciertos “Kultur im Kammgarn KiK” de Zurich, en Suiza.

ARPA ANDINA, letras en quechua, son cubano, ritmo criollo, quenas, guitarras eléctricas, clarinetes; todo puede mezclarse en un show de esta banda tan peruana como el Cusco, es decir, cosmopolita en su propuesta musical. Pero aún no inician su presentación y, a pesar del agua que fluye por tejados rústicos y cañerías instaladas en lo alto de las casas, mi novia y yo salimos a ver el espectáculo de la gente.

¿A QUIÉN SE LE PREGUNTA la hora exacta en una ciudad donde hay tantos brasileños, argentinos, colombianos, mexicanos, alemanes, franceses, americanos y cusqueños? En todo caso, a cualquiera se le puede pedir que te ayuden a sacarte una foto diciéndoles “picture”, y mostrándoles una insignificante cámara digital que es cien veces más vieja y obsoleta que la que ellos llevan en sus estuches.

TODOS LUCEN GORRITOS de arlequín amarillos, sombreros charros amarillos y collares de flores de plástico amarillos. Unos preguntan “¿cuánto falta?” mientras otros revientan sus últimas bombardas y cohetecillos luminosos. Yo llevo en el bolsillo izquierdo de la casaca una bolsa con uvas que deben ser lo único que no se ha mojado en los previos a la fiesta.

“¿LAS DOCE? ¿Las doce?”, le pregunto a la noche mientras veo a los turistas correr bajo la lluvia a tomar la plaza. La plaza está tomada, tomada por turistas tomados que celebran en sus idiomas —y en el universal de los besos y abrazos— mientras yo corro con mi novia y busco las uvas, busco la cámara y… ¡la cámara!... ¡No está!

COMO SI SE TRATARA de un conjuro de los Apus en este Año Nuevo incaico, la cámara que llevaba en el bolsillo derecho de la casaca ha desaparecido. Trato de volver mis pasos, pese a la marea de turistas que tropiezan conmigo. Veo a unos policías deteniendo a un chiquillo que no lleva mi cámara. Veo mis uvas caer y ser arrastradas por la lluvia. Veo a mi novia y no sé cómo decirle lo que ha pasado.


(Continuará...)

15 de enero de 2009

Viajes de escritorio: preparación

Foto del autor

ME INICIE EN EL PERIODISMO por un trastorno de la vocación y por una maniobra del destino. Más que buscar la verdad, en mis escritos he tratado de aproximarme a la realidad; ya sea urdiendo mentiras con demasiado maquillaje para delatarse como ficciones o tramando datos que conformen el tejido más objetivo que mis editores puedan exigir.

EL CASO ES QUE ni en uno ni otro territorio he sentido el placer de viajar hacia el país visitado por mis ojos, palpado por las suelas de mis zapatos. No soy un buen viajero, menos un turista aplicado en excursión. Ni siquiera un curioso exigente que averigua de qué está hecha su comida. Apenas un mal observador cuyas fijaciones se distorsionan con las ilusiones de sus sueños.

CADA HISTORIA es para mí un viaje en sí misma. Un viaje en el tren de la memoria que no precisa cruzar océanos para encontrar su destino. Un viaje cuyo destino es la propia historia cocinada —al momento y frente a mí— por los recuerdos de algún testigo privilegiado o por el andar abrupto de los acontecimientos. Una historia que yo he de intentar imitar en la limitada cocina de mi literatura.

LAS HISTORIAS que conformen este menú de vuelo se dividirán en crónicas, relatos y en instantáneas fotográficas que, acaso, contarán alguna vez con un platillo fuera de la carta, pero recomendado por el anodino chef; esperando que en cada uno de los viajes de escritorio realizados lleguen ustedes a percibir el aroma de un paisaje, una escena, un hecho, con la dosis exacta de asombro y verosimilitud.

SEAN USTEDES bienvenidos a este tour narrativo que carga con el exceso de equipaje de mis influencias literarias y con el presupuesto limitado de mi tiempo libre. Para ambas circunstancias, he tenido la sana precaución de incluir lecturas nada despreciables en la maleta y de permitirles compartir sus experiencias, ideas u opiniones en esta travesía. Siéntanse como en casa.

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