30 de marzo de 2009

Cuento: Insecto

Cuando el insecto despertó, radiante como todas las mañanas, se encontró sobre su cama convertido en un hombre fatigado. Le dolía toda la espalda compuesta por menudos y quebradizos huesecillos. También le dolía el cuello. De su boca salía un largo tentáculo rosáceo y húmedo, y sus innumerables extensiones se habían convertido en dos brazos con los que no podría escalar por las paredes. En el centro gravitante de su ser tenía un apéndice ridículo que lo incomodaba cada vez que frotaba sus extremidades.

¿Qué pasó?, se dijo aún tendido sobre la cama, levantando ligeramente la nuca para ver su cuerpo salpicado de vellos que no respondían a sus órdenes. A su lado yacía una mujer que al oírlo pronunció un rezongo. ¿Todavía no te vas? ¿Pero qué estás esperando?, le gritó con voz horrísona, ¡vas a llegar tarde al trabajo! Dúchate y vístete... ¡Cómo puedes ser tan irresponsable! ¿Qué acaso nunca vas a madurar?

No era un sueño, lo sabía porque ni en el más aterrador de todos sus sueños había sentido tal aflicción recorriendo su cuerpo. Se estremecía de sólo escuchar a aquella mujer que, vista desde la pequeñez de una hormiga, era amenazante; pero que ahora además le parecía despiadada, malhumorada, insistente, tiránica. Un mal que no se quita sino punzándolo como a uno de los granos que poblaban su espalda pálida.

Se acercó al armario, del cual ella extrajo un saco, una camisa y una corbata; el clásico uniforme que le había visto a los hombres y que ahora él llevaría. No le quedó más remedio que coger aquellas prendas y dirigirse al baño. Sus pies le daban pánico y su cuerpo le parecía demasiado espigado, casi podía tocar el dintel de la puerta y colgarse de ahí, aunque seguro no podría mantenerse así mucho tiempo. Junto a sus manos colgaba una prominente y lechosa barriga.

Dio un vistazo a la habitación antes de cerrar la puerta y vio un pájaro en el marco de la ventana. Le pareció un animal tan tímido que no pudo evitar sentir un poco de ternura. Entró en la ducha. La cortina tenía adornos de anclas, olas y pececillos. La mayólica era verde limón. ¿Qué pasaría si la caída de agua me ahoga? ¿Despertaría y dejaría atrás todas estas chifladuras?, se preguntó estirando el brazo, con los ojos cerrados, antes de girar la perilla que liberaría el chorro sobre su rostro.

Por más que lo intentó no pudo llegar a restregarse la espalda con sus únicas dos manos. Intentaba desperezarse pero era como si una estructura rígida en su interior no lo dejara estirarse hasta alcanzar su máximo tamaño, como si algo por dentro lo contuviera. Su mujer entró al baño sin avisar y le alcanzó una pastilla resbalosa con olor a alcanfor. ¡Dios mío y qué seguirá después!, reflexionó.

No tardó en comprender cómo debía escurrir su cuerpo en aquellas vestiduras y cuando salió al comedor sus hijos se rieron de él. ¡Tenía hijos! Dos pequeños que estaban a la mesa batiendo un líquido de sus tazas y cogiendo la esplendorosa azúcar refinada con unos brazuelos de metal. ¿Que acaso papá está borracho otra vez?, dijo uno de ellos. Claro que no, lo recriminó la mujer jalándole la oreja. Luego se acercó a él, le quitó la soga de seda de la cintura y se la ató al cuello haciéndole un nudo incomprensible.

Esto es la vida, se repetía así mismo en la calle mientras caminaba sorteando charcos minúsculos a su calzado. Abordó el primer autobús que vio, seguro de no estarse equivocando porque igual el destino no podía ser otro: trabajar. En aquel espacio (antes tan grande pero ahora tan pequeño y apretujado donde mujeres, ancianos y niños formaban un atado humano irritante de la más insana y delirante incomodidad) se sintió insignificante, como no se había sentido nunca en toda su vida de insecto.

Al llegar al trabajo se preguntó si no debía cargar un maletín como todos, si no le hacía falta algún instrumento para su trabajo. Eso podía impresionar al jefe, tal vez hasta podía ganar una promoción. ¿Y para qué era una maldita promoción? ¿Para ver durante menos tiempo la cara espantosa de aquella mujer con la que debía despertar todos los días?

Su trabajo quedaba en un edificio que no era el más alto de la cuadra, ni siquiera se acercaba. Eso lo desanimó. Al entrar en la oficina alguien, una señorita, le extendió una bebida oscura distraídamente y dejó caer un grueso expediente frente a él. Hay que ponernos al día con esto, dijo sin dar mayores detalles. En aquel lugar la gente iba de un lado a otro sin cruzar palabra ni toparse por equivocación. En algo le recordó la labor de las hormigas.

Su escritorio era un cubículo gris. Su computadora era gris. Su teléfono era gris. El cielo que se veía desde la ventana era gris. El reloj marcaba las once y seis de la mañana. Un retortijón hizo crujir su estómago. Sobre una mesa de vidrio vio un frasco rebosante de azúcar refinada y en una bandeja un pequeño plato con un panecillo de miel. Sin pensarlo se acercó a él y se lo tragó de una mordida.

¿Pero qué haces imbécil? ¡Ése pan era mío!, le dijo un sujeto más alto que él. El gesto que acompañaba sus ojos enfebrecidos no dejaba lugar a la duda: se había metido en problemas. El tipo le dio un empujón que lo derribó. De los cubículos asomaron las cabezas de sus compañeros, nadie quería perderse el espectáculo. Levantarse del suelo era más difícil de lo que pensaba. ¿Qué debía hacer?, se preguntó sin hallar respuesta, recogiendo su cuerpo en forma de caracol en un rincón.

Para la tarde ya sabía a quiénes no debía molestar, quiénes podían explicarle algo de este atribulado mundo, quiénes hablaban raro (en dialectos distintos, o algo parecido), quiénes estaban esperando su próximo error para recriminarle y quiénes estaban pero no estaban ahí. Algunos parecían ser amenos, otros eran francamente desagradables. El jefe era una mezcla de ambos, pero eso dependía de con quién estuviera hablando.

La mayoría de veces lo veía, igual que al resto, pegado al manubrio gris al que le hablaba insaciablemente. Cada tanto expelía de la nariz y de la boca una humareda producida por la luz que ardía en sus labios. Gesticulaba de forma incomprensible y si no tenía una mano sobre su minúsculo apéndice inferior, la tenía hurgándose la oreja. Al pasar junto a él lo único que hacía era alzar las cejas admirativamente y seguir adelante.

¡Gol conchesumadre!, farfulló un tipo conectado a una cajita de resonancia que brincó de su asiento. Como él era el único cerca, lo abrazó y besó en una mejilla. No entendía qué pasaba, por qué tanta efusividad. Decidió devolver el beso pero falló en su intento de tocar la mejilla y fue a dar sobre sus labios. ¡Qué te pasa maricón de mierda! ¡Te voy a matar hijo de perra!, dijo el tipo pasando de la euforia a la agresividad. Esa mirada ya la conocía y, antes de que lo derribaran, se dejó caer enrollándose como caracol.

La tarde no fue menos tormentosa. Hizo un lío con la fotocopiadora, atoró el baño y entregó mal un informe. Mejor vete a tu casa, le dijo el jefe, hoy te levantaste con el pie equivocado. Fueron las únicas palabras que le dirigió en el día. Mañana me irá mejor, traeré un maletín, buscaré un instrumento que me ayude en mis labores, no volveré a molestar ni a besar a nadie, se dijo en el camino de vuelta. Me portaré bien aunque eso signifique esconderme del resto.

Como no recordaba que tenía la llave de su casa en el bolsillo de la chaqueta llamó a la puerta. Su mujer salió con el rostro sudoroso y el pecho palpitante. ¿Pero qué haces aquí y a esta hora? El jefe me dio el día libre. Pudiste llamar antes, pudiste avisarme, ¿no crees?, dijo acomodándose el vestido, alisándose el cabello. Detrás de ella apareció un hombre que salió raudo, sin saludar ni despedirse, con el nudo de la corbata relajado. No comprendía. Sospechaba algo pero no comprendía.

El resto de la tarde la pasó sentado frente al televisor. Vio un programa sobre el fascinante mundo de los saltamontes, un especial sobre la Segunda Guerra Mundial y un programa donde los hombres se disfrazaban de animales para hacer reír. Antes de que llegaran los niños, la mujer se le acercó y le dijo que quería el divorcio. ¿Qué es divorcio?, preguntó él. No te hagas el estúpido, dijo ella dándole la espalda. De repente empezó a hacer un ruido extraño. Estaba llorando, eso sí lo comprendió.

Al día siguiente se levantó temprano, se duchó y salió de casa. No quiso despertar a su mujer. En la calle se detuvo un instante junto a otros de su especie que miraban unos papeles tendidos. En el suelo vio a un viejo vestido con harapos que le pidió una moneda. Buscó en su bolsillo y le entregó uno de esos discos de metal. Luego un niño con la cara sucia le dijo si quería que le lustrara los zapatos. Eso fue otra moneda. Después un tipo se le acercó con un instrumento de metal. Él no entendía nada, ahora el tipo le pedía todas sus monedas, todo lo que tuviera encima, ¡ahora mismo si no quieres que te meta un plomazo, hijo de puta!

Antes de llegar a la oficina se topó con alguien más, un amigo de la infancia según le pareció, que le dijo que se le veía muy bien, que si no tenía una moneda para ayudarlo a él que estaba sin trabajo, con el bebé enfermo y la mujer en cinta otra vez. Todos no hacen más que pedir monedas, pensó. Él le contó sobre el sujeto de la herramienta metálica. El amigo comprendió, en esta ciudad ya no se está seguro en ninguna parte. Mira, para tu protección, le dijo obsequiándole una herramienta. No te preocupes, después me la pagas.

Una emoción colmó su fuero interno. Esta vez tenía algo con que ir a trabajar, todo saldría bien de ahora en adelante, sólo tenía que aprender a usar la herramienta. Observó adentro de la abertura circular, le dio varias vueltas, la olfateó y hasta le pasó la lengua. Lo mejor era hacer una prueba con alguien, eso le daría una idea de la forma de uso y su objetivo. Probaría con el primero que se le cruzara en la calle.

No veía la hora de tener a su jefe al frente, le apuntaría como hizo con aquella señora y, en un santiamén, la tendría a sus pies, dispuesto a obedecer todas sus órdenes. Mientras aguardaba por el ascensor, se preguntaba cómo debía sostener aquel receptáculo de cuero que le entregó tan desesperadamente la mujer. Cuando se vio en el espejo del ascensor se dijo que no podía ser más feo, que tal vez esa era la causa de sus continuos fracasos.

Una vez en su oficina decidió hacer algo para llamar la atención. Accionó el gatillo de su herramienta, dejando salir un estruendo que perforó el techo y apagó una luz fluorescente. Todos quedaron inmovilizados, atónitos ante él y su adquisición. Entre la muchedumbre paralizada pudo ver a que su jefe no le quitaba los ojos de encima. ¿Qué haces muchacho? ¿Pero es que te has vuelto loco? ¡Deja esa arma antes de que lastimes a alguien!

No supo explicar cómo pero de pronto se sorprendió así mismo apuntándole a su jefe con aquel instrumento. Un silencio rodeó aquella sala usualmente tan bulliciosa. ¡No se mueva! ¡No se mueva o disparo!, repitió alguien vestido de uniforme a sus espaldas, dirigiendo hacia él un instrumento similar al que tenía en la mano. Detrás de aquel hombre estaba la señora que se encontró en la calle, aquella que le enseñó a usar su herramienta.

Esa tarde no regresaría a su casa. Cuando en la comisaría preguntaron por el nombre de su esposa él no supo qué responder. Tampoco pudo decir cuál era su nombre y apellido. Uno de los uniformados sugirió que tal vez padecía una especie de trastorno, una enfermedad de la mente. Por si las dudas lo encerraron en una carceleta, solo, aislado del resto de los detenidos. Al principio se sintió como en casa. Luego tuvo miedo y frío. En un rincón del techo vio una enorme araña que parecía estar vigilándolo. ¿Ahora? ¿Despertaría ahora?


Lima, junio de 2008

22 de marzo de 2009

El adiós del capitán


Pertenezco a una generación poco afortunada en logros deportivos y, sobre todo, futbolísticos. Los noventas fueron años grises de ídolos y triunfos, por lo que cuando leo artículos y peroratas elogiosas de los jugadores, los partidos y los goles de aquellos tiempos, no puedo más que sonreírme.

La memoria es noble con nuestros recuerdos más preciados, por más insignificantes que éstos sean y, especialmente, con los de fútbol. Yo tengo los míos, los recuerdos de un equipo crema de principios de los noventa que se movía torpemente por el campo, pero que mis ojos de fanático confundían con la danza de los luchadores.

Estaban los picapedreros de escasas virtudes con el balón en los pies pero valiosos para marcar, los espigados defensas de rudas maneras, los tozudos delanteros que corrían, saltaban y chocaban contra todo, y aquellos futbolistas de corta estatura y físico modesto que eran, sí, mis ídolos por su emocionante velocidad y su trato de pelota.

Recuerdo a Freddy Torrealva, a ‘La Chancha’ Bezada, al ‘Cabezón’ Carmona, a ‘El Ratón’ Silva y a otros tantos paseando sus minúsculas figuras intrépidamente por el verde menos verde de todos los campos de fútbol, el césped de ese (¿mítico?) estadio de madera llamado Lolo Fernández, en Breña.

El de Odriozola era un equipo que se imponía por garra antes que por talento y yo era un hincha más de esa mística camiseta como muchos que iban al estadio e iluminaban las gradas con sus antorchas rojas. Yo no iba al estadio, pero conocía bien la oncena de nombres que salían a la cancha luciendo una U en el lugar del corazón.

Han pasado muchos años, muchos partidos y muchos jugadores, pero quien vive el fútbol como yo sabe que no importa cuán bien o mal le vaya a tu equipo, en cada encuentro se renueva el entusiasmo de ver un triunfo, de gritar un gol. No alcanzará para darse baños de gloria, pero sí para un chapuzón de efímera ilusión.

Los primeros triunfos de Universitario los celebré con tórrida alegría hasta la llegada del partido siguiente. Entonces, el festejo anterior quedaba en el más profundo olvido. Ganar era un verbo que solo podía conjugarse en presente y los goles deben gritarse una sola vez.

Recuerdo haber celebrado, todavía infantilmente, el bicampeonato de a la “U” en 1992 y 1993, con ‘El Mago’ Markarián, Ronald Baroni, ‘El Viejo’ Nunes, y Marcelo Asteggiano, entre otros jugadores como las grandes figuras de ese equipo que luego, y en poco tiempo, dejaron de serlo.

Porque, además de todo, el fútbol es ingrato y los años siguientes en que la “U” perdió el título, los festejos de los domingos se borraban a fin de año cuando el campeón era otro. El entusiasmo se llevaba en el alma, pero las celebraciones fueron cediendo lugares al descontento y a ese reclamo exacerbado que le hace el hincha a la televisión.

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De chico veía casi todos los partidos por la televisión y, en contadas ocasiones, asistía al estadio para ser parte de esa fiesta dominguera santificada al fútbol. Iba siempre a la barra de oriente, pero lo que más me emocionaba era escuchar a la Trinchera Norte cantando enfebrecidamente y el eco profundo cuando grita un gol.

Recuerdo un partido en especial al que asistí, un clásico a muerte que definiría al subcampeón del torneo y al segundo representante para la Copa Libertadores. El perdedor se quedaba con las manos vacías. Fue el 27 de diciembre de 1995, en el Estadio Nacional, y la “U” ganó con un único gol. El gol del capitán Roberto Martínez.

Roberto Martínez era un jugador atípico, muy distinto al estereotipo que identifica al futbolista en el Perú: Era lento, blanquiñoso, guapo y poco virtuoso con el balón, aunque de buena pegada. Un volante que en sus inicios marcó algunos goles pero que luego, con el número ocho en la espalda, fue ausentándose del área.

Empezó a distinguirse por sus pases largos, su juego pausado y su escasa voluntad de marca; todos los clichés del jugador cerebral que tuvo en ‘El Pibe’ Valderrama al icono del hombre lento más veloz con la pelota. Pero Martínez no era un pibe, tenía 28 años cuando se jugó ese clásico y ya pensaba en el retiro.

Hacía exactamente diez años que había debutado como profesional, vistiendo la camiseta canaria del Deportivo San Agustín, y hacía ocho que había sido campeón con ese equipo y elegido mejor jugador del año. Con la “U” había ganado cinco títulos, luciendo el brazalete de capitán y marcando goles en partidos importantes.

Cada vez que se enfrentaba al Alianza Lima o a Sporting Cristal, aquel jugador de pacienciosa actitud, cambiaba radicalmente de velocidad y temperamento para convertirse en el capitán que el equipo requería. A ambos clubes les marcó goles importantes, aunque ninguno como el de esa noche de verano.

El estadio estaba lleno, faltaban menos de diez minutos para el final del partido y las fricciones del encuentro habían puesto los nervios de punta al hincha más calmado. La “U” tenía un equipo, cuando menos, pintoresco, con el pequeño Paolo Maldonado, el luchador Alex Rossi, el larguirucho Luis Guadalupe y el inacabable José Carranza.

Todo empezaría en un tiro de esquina, un balón mal despejado del área aliancista, el disparo bloqueado de Rossi y el remate fantasmal del capitán que, apenas la vio entrar, corrió descontroladamente por toda la cancha, arrancándose el corazón crema del pecho, gritándolo para todos y por última vez.

Recuerdo que caminamos más de la cuenta para salir del estadio. La mayoría de avenidas aledañas estaban cerradas. Muchos preguntaban de quién había sido el gol porque con la algarabía de las tribunas, los hinchas cremas que saltaban enloquecidos, abrazándose, se habían olvidado de todo.

Otros comentaban el gesto de burla de Martínez al sentarse sobre el balón cuando la “U” tenía controlado el partido; o la expulsión del ‘Cuto’ Guadalupe que lloró en televisión luego que su compañero, el brasileño Rossi, lo cargara como a niño gigante para sacarlo de la cancha.

Yo recuerdo al ‘Chemo’ del Solar festejando en la tribuna como un hincha más, y luego haberlo visto en la repetición abrazándose con Martínez y Carranza. El capitán se había quitado la camiseta y corrido hasta la Trinchera Norte para aplaudirla en esa, su noche de retiro, su despedida más feliz.

15 de marzo de 2009

Bolaño entre nos


Ahora que el nombre de Roberto Bolaño resuena en los pabellones auditivos de transeúntes literarios en España, América Latina, Estados Unidos, Australia y otras latitudes donde sus libros han sido editados y traducidos, aparece en su natal Chile un libro hecho no para esos lectores arrasados por la ola de su reciente popularidad; sino para quienes después del primer chapuzón quedaron embebidos, empapados, resfriados y contagiados de ese virus que se aloja en su narrativa.

“Bolaño antes de Bolaño, Diario de una Residencia en México 1971-1972” (Catalonia, 2007), escrito por el poeta Jaime Quezada, recoge los pasos perdidos del joven Roberto desde cuando ambos se conocieron a muy temprana edad en Chile, hasta cuando el autor de este libro se alojó en casa de los Bolaño, en el DF, y compartieron lecturas, experiencias y una máquina de escribir portátil marca Royal que Bolaño usaba por las tardes, en tinta negra, y Quezada por las mañanas, en tinta roja.

Este Bolaño personal que Quezada recuerda tiene fobia a los ascensores al igual que Juan Rulfo, fuma Delicados y Faritos, conoce México por la televisión, lee a los escritores contemporáneos y empieza a mostrar su desdén por ciertos matices de la política, su imparable afán lector, sus dos primeros poemas, brevísimos, que viajan a Chile para publicarse en una revista cultural y su inédita obra de teatro con la que comenzó a participar en concursos literarios.

Roberto entrega su obra de teatro de un acto y un personaje principal. Me quedo sorprendido cuando el funcionario de la embajada pregunta por el título de su obra. “El sombrerero loco”, responde muy resuelto y muy seguro Roberto. Digo sorprendido porque nada me había dicho Roberto de ese cambio de título para su obra. (...) “Nada de extraño”, me dice Roberto. “El título da lo mismo. Vino anoche un topo y me comió el título, entonces le puse otro (...)

Si bien el libro es un recorrido por la memoria de aquellos días que Quezada pasó con el joven Roberto —once años menor— es también el testimonio de una época que marcó a sangre y fuego a muchos intelectuales latinoamericanos, quienes no terminaban de sacudirse del remezón de la ideología cubana, y que veían en el gobierno socialista de Salvador Allende y el Premio Nóbel de Pablo Neruda el destello fugaz de un sueño.

Justamente aquel acontecimiento que fue la consagración de Neruda forma el marco histórico de las vivencias del intelectual consagrado (Quezada) y el aún bisoño autor (Bolaño) que se adentraba en libros como “Rayuela”, “Ulises” y “En busca del tiempo perdido” con infantil asombro, y que tenía en su amigo Quezada al trotamundos que él no se terminaba por animar a ser, prefiriendo el viaje solitario por las páginas de Parra, Joyce y Fuentes a ritmo de rock.

Roberto, que permanece en su casa en un obstinado encerramiento lectural, irá poco a poco entusiasmándose, hasta compartir conversatorios y tertulias en su misma casa, y otras veces en los recitales del taller en sus actividades públicas. Allí irá conmigo como un muchacho que empieza a asomarse en la vivencialidad literaria y cotidiana de lo mexicano. Él, que no bebe una gota de alcohol, sino leche o licuado de frutas, tiene la voluntad y la paciencia de estar en la mesa siguiendo los juegos de dominó, haciendo un barquito con la servilleta de papel, compartiendo el entusiasmo del grupo al unísono levantar de las copas:

Para todo mal, mezcal.
Para todo bien, también.


La empatía manifiesta entre los dos, que tiene momentos de alegría (cuando se enteran del premio de Neruda y se abrazan y celebran) y que tiene otros del más franco reproche amistoso (cuando Quezada le corrige el modo de hablar siempre empezando en negativo), produce un clima agradable y de complicidad con el lector, quien asiste como testigo privilegiado al anecdotario y las conversaciones de entre casa de ambos personajes.

Postal incluida en el libro.
“Después de todo me he ido acostumbrando a un Roberto capaz de las cosas más inverosímiles e insospechadas. Puede sacar gatos de un sombrero cuando uno esperaba liebres o palomas. Nunca uno sabe por dónde puede aparecer con situaciones curiosas y extrañas, y hasta ridículas y extravagantes”.

Pero el libro es además un paseo por las amistades literarias de Quezada, quien conversa con Juan Rulfo, recibe un libro autografiado de Juan José Arreola, saluda a Octavio Paz y visita al muralista mexicano David Alfaro Siqueiros ante la a veces displicente mirada de Bolaño, ausencia por desinterés o su más sentido asombro. “¡Tremendo y único este Siqueiros!”, dice Quezada, a lo que Bolaño responde: “Sí, delirante y tierno como a veces mi padre”.

Y es que la figura de León Bolaño prefigura lo que después pasará a ser el universo literario de Bolaño, un mundo sin patria, al punto de ser expulsado de Chile por su acento y apariencia extranjerizante; un mundo que en su juventud le permitía celebrar en México, junto a Quezada y su familia, un dieciocho de septiembre con todas sus tradiciones, bandera, cueca y ponche incluidos.

En las páginas de Quezada se aprecia también el afecto que cultivó por los Bolaño y la sentida despedida que se dio con Roberto, quien le regaló una palomita de cerámica de Tonalá para que tenga un buen viaje de regreso a Chile. “No podré olvidarme de este México porque vivo su nostalgia y su presencia”, escribe en su diario Quezada, quien antes de partir recibe una petición del amigo entrañable: “Y no te olvides de ir a visitar a mi abuela a Quilpué”.

4 de marzo de 2009

¿De quién es el portaligas?


Normalmente no escribo de cine, que lo hagan los que creen saber mucho. Pero esta película me hizo preguntarme por qué hasta ahora no llega al Perú, si alguna vez llegará y si habrá alguien que entienda que más que un proyecto cinematográfico, una puesta en escena o una pieza de arte y todos esos términos rebuscados, esta es una historia entretenida.

Una historia de amigos, con amigos y para los amigos. Porque esta segunda película de Fito Páez parece hecha como en algunos lados todavía se hace: con la gente que quieres. Se nota esa calidez en los personajes, como si cada uno llevara un poco del humor cotidiano de la filmación a esta disparatada comedia.

Dejando de lado la asesoría del serísimo Alan Pauls (a quien mejor le queda el traje de cura en este filme) para el guión, Fito Páez halla en su sabiduría personal una excusa para hacer de un chiste una buena broma en celuloide. Es grande la trama y son pequeñas las dosis de ironía, parodia y chiste simple. Justo las necesarias. O tal vez menos.

Con un staff dominantemente femenino (a lo Almodóvar) y un humor sencillo y efectivo (a lo hermanos Coen), Páez arranca sonrisas y una que otra risa cuando pensamos que ya se está poniendo demasiado trágico. Pero su historia pide todos estos excesos, aunque hacia el final se pase de revoluciones.

Tres mujeres envueltas en líos de amor, traición, locura y otros varios laberintos humanos que pasan del llanto a la sonrisa, del drama a la insania, de lo cotidiano a lo aberrante. Fito exagera pero, como con su música, puede gustarnos mucho que lo haga, que se deje llevar por la rumba del piano y la emoción.

Hay esa dosis de caminos narrativos yuxtapuestos, esos colores y ese ángulo de filmación que busca transmitir sensaciones. Ese manejo del ritmo de la historia que nos hace pensar en un cineasta curtido. Esa voz personal, esos diálogos justos y esa manera tan auténtica de ser caótico y delicado. Pop y rock & roll, dirían algunos.
Fuente: rockar.com.ar
Sus Chicas Páez responden muy bien (Romina Richi, Julieta Cardinali, Leonora Balcarce), sexies, fuertes, alocadas; y sus amistades también (Fabiana Cantilo como siquiatra, Darío Grandinetti como caficho, Roberto Fontanarrosa como jefe de la policía aunque de muy breve aparición) en una ciudad de Rosario que es una mezcla de sus recuerdos de infancia y del presente postmoderno.

Pero la música (la seleccionada por Gonzalo Aloras, la de varios autores de versionan canciones de Fito y la interpretada por él mismo) se roba algo más que una escena. Páez, sin duda, está hecho para la música, pero qué bien que nos viene reírnos con él un poco. Como si fuéramos uno de sus invitados a la reunión.