La primera vez que vio a un muerto, Luz tenía 16 años y recién había acabado la secundaria en un colegio parroquial de Lima. Estuvo entre los primeros lugares de una academia preuniversitaria, en febrero del 2001, y su madre decidió que si iba a seguir Medicina debía conocer antes, no en vivo pero sí en directo, a un cadáver.
Su trabajo en la policía de investigaciones, que la familiarizó con los crímenes, la investigación forense y el levantamiento de cadáveres, le facilitó el ingreso a las instalaciones de la Morgue de Lima, donde le mostró la cara más fea de la muerte a su única hija, a la que quizá en otras circunstancias sobreprotegía pero no en esta ocasión.
Luz entró con los ojos cerrados, agarrada del brazo de su mamá. En la oscuridad de su temor, solo pudo escuchar el sonido del serrucho que operaba un doctor, quien en un momento la sujetó del hombro a la espera de su desmayo. Ella pudo mantenerse en pie, superando la prueba de fuego que la prepararía para lo que vendría después.
“Fue la peor cosa que vi, pero fue una buena idea porque cuando me tocó entrar al anfiteatro de medicina lo hice con más seguridad”. En la primera clase les tocó agarrar un cadáver para hacerle incisiones y mucha gente no lo aguantó. “Yo me puse adelante, sin miedo, y me ofrecí a disecar un brazo”.
Luz cuenta que los profesores de Medicina suelen ser más fríos que los muertos cuando se trata de estudiar la anatomía humana. Ellos ven a los cadáveres como simples objetos de estudio. En esos días iniciales, ponen a prueba los nervios y estómagos de los alumnos para ver con qué material cuentan.
Hay quienes se desmayan al ver a los cadáveres abiertos, tendidos, mutilados, amarillentos y olorosos a irritante formol. Otros vomitaban o decidían salirse de la clase. Peor para ellos porque en una semana tendrían que compartir cuatro horas de clase con los muertos, por lo que si querían aprobar el curso más valía acostumbrarse.
El formol sería el aroma que acompañaría a Luz en ese primer año de estudio, el mismo olor que le impediría comer en paz por las tardes y con el que lucharía tercamente por arrancarlo del mandil que lavaba con lejía para desinfectarlo. Ese olor, ese lacrimoso y picante olor, y la expresión de los muertos con los que estudió.
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La Facultad de Medicina de San Fernando tiene la apariencia de una casa embrujada por el olor a polvo, el techo y las paredes de madera crujiente, los ecos que rebotan malsonantes en ella y el deambular de las almas en pena de los jóvenes estudiantes que revisan, silenciosos, sus enormes libros en cualquier espacio disponible.
Parecen aprendices de hechiceros descifrando en sus tomos ilustrados los puntos débiles que un dios antojadizo puso en el cuerpo humano; los resquicios donde se alojarán los temibles virus y bacterias que nos harán faltar al trabajo o a la escuela. Tienen rostros de púberes con mirada de adolescentes que ya piensan en cosas de grandes.
En la calle nadie notaría sus mandiles blancos doblados por la mitad, escondidos en la mochila que viaja aplastada en el microbús. Algunos prefieren exhibir el ilustre atuendo para ganar sus primeras miradas de admiración. Quién no quiere tener un doctor en casa, aunque no sepa todavía qué provoca la sinusitis o cómo aliviar la carraspera.
Muchos todavía no lo saben pero esta profesión requiere memoria de elefante, ojos de águila, agallas de matador y sangre fría de carnicero (tal como una receta de brujo). Habrá quien crea que siempre puede contentarse con ser odontólogo, obstetra o enfermero. Peor para ellos porque no les será esquivo el trato con la muerte en persona.
Omar fue hasta hace unos años estudiante de Medicina y ahora es un docente que trabaja con cadáveres, les pinta las venas y arterias para facilitar su estudio. Estar con ellos ya es parte de su rutina y, aunque no lo asusta ni le produce los ascos iniciales de los ‘cachimbos’, no deja de lagrimar cuando el formol le sube por las fosas nasales.
Estamos frente a una tina que contiene los rezagos de lo que alguna vez fueron extremidades inferiores disecadas. Un manojo de piernas humanas de tendones petrificados que acaban en uñas largas. Están tan secas que es difícil reconocerlas, aunque todavía se distinguen las rótulas de las rodillas y los dedos de los pies carcomidos.
‘Oso’ está a punto de deshacerse de ellas. ‘Oso’ es el encargado del mantenimiento de los cadáveres, aunque también se da tiempo para gestionar su llegada a la Morgue de Lima, preparar los cuerpos para las horas de prácticas y para mantener una sonrisa escondida detrás de su mascarilla en medio de la pestilencia.
‘Oso’ me dice que hay cada historia detrás de los cadáveres. Víctimas de asesinatos en provincias que nadie reclamó, cuerpos desconocidos en la morgue que son donados a las universidades para estudio y que luego, y solo en algunos casos, son reclamados por sus familiares que recogen lo que queda de ellos.
Esta delirante escena suele presentarse en las aulas. Los padres de una joven rebelde llegan al último lugar donde pensaban que podía estar su hija desaparecida. Una tarde vieron por la calle al novio con el que debió haberse fugado. Él no entendía de lo que le hablaban. Recorrieron comisarías, hospitales y la morgue hasta llegar a San Fernando.
Se llevaron solo restos humanos, un revoltijo de órganos abiertos, carne reseca y huesos amarillentos que lograron reconocer por una marca de nacimiento. “A mí me da fastidio”, dice Omar. “Trabajamos tanto con los cuerpos para que vengan y se los lleven. Nos quedamos sin material para el resto del ciclo”.
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De acuerdo con el “Reglamento de cadáveres, autopsias, necropsias, traslados y otros”, el uso de cadáveres para efectos de investigación, requiere el consentimiento de la persona en vida, del familiar más cercano en el momento de la muerte, o cuando el Ministerio Público ordene la autopsia.
Además agrega que las instituciones médicas que trabajen con los cuerpos deberán informar periódicamente al registro Nacional de Cadáveres sobre sus actividades, ya que la venta ilegal de órganos genera mafias que suelen involucrar a traficantes inescrupulosos y a clientes necrófilos.
Acaso el cuerpo muerto más deseado haya sido el de la Mata Hari, la famosa bailarina exótica de la Primera Guerra Mundial quien además fue espía. Luego de ser detenida y procesada ante un tribunal militar en París, la acusada que había seducido (literalmente) al poder de los aliados fue condenada a muerte.
Muy a pesar de sus amantes, Mata Hari fue fusilada en Vincennes, el 15 de octubre de 1917. Muchas versiones se han tejido entorno a su figura, su ejecución y el destino de su cadáver. Lo que sostienen los historiadores es que nadie reclamó sus restos, por lo que fue a parar a las púberes y frías manos de estudiantes de medicina.
En la Facultad de Odontología de la Universidad Mayor de San Marcos hay un pene que nadie desea. Aunque muchos lo recuerdan con una dosis de humor de una clase de disección. Se encuentra en un frasco grande de formol, desde hace nueve años, en una galería dominada por fetos que los estudiantes disecaron en sus prácticas.
Luce como un minúsculo trofeo de guerra, marchito, enredado por sus terminaciones nerviosas, difícil de identificar a primera vista. Ya en primer año, los alumnos llevan cursos de anatomía que involucra el estudio de las venas, arterias, músculos y órganos. Inclusive hay todo un curso dedicado al cuello y la cabeza.
El Dr. William Cárdenas es docente desde hace apenas un año en San Marcos y cuenta que al inicio del curso perdió el apetito por tener que trabajar con cadáveres. El olor y la imagen de los cuerpos muertos no lo dejaban en paz. Ahora ya se ha acostumbrado, aunque no pierde el hábito de colocarse la mascarilla cuando descubre uno de ellos.
Él explica que cuando los cadáveres llegan a la facultad son tratados durante tres meses con ácido fenólico y glicerina para fijar los tejidos y evitar que los cuerpos se descompongan. Eliminan toda la sangre y las grasas, y los guardan en fosas de formol. Esto permite que los cadáveres puedan estudiarse hasta por siete años.
La diferencia entre un muerto joven y uno viejo es notoria. El joven todavía luce vello púbico en la zona genital y en la cabeza. Tiene la piel curtida, amarillenta (como cuero de carteras), un penetrante olor y una presencia inquietante. El viejo en cambio es ocre, seco y poco llamativo.
Contemplar un muerto viejo es contemplar la muerte de un cadáver. Todo en él se vuelve inútil y peor si está muy “usado”. El corazón se parece a un trapo sucio, el rostro apenas y se distingue, la carne que quedó pegada al hueso es como las sobras de un plato de pollo que fue devorado con ansias.
Es curioso que aún en el mundo de los muertos un cuerpo femenino sea más codiciado. En promedio, uno de cada nueve cadáveres que llegan a las facultades son mujeres, por lo que los alumnos deben aglomerarse para estudiarlas. Por eso siempre resulta una gran pérdida que alguien venga por ellas.
A mediados de febrero de este año, los estudiantes de Odontología de San Marcos vieron llegar un ataúd al segundo piso, donde se ubica su anfiteatro, en medio de un discreto operativo policial. Después de las verificaciones del caso, los restos del cuerpo de una mujer fueron identificados y devueltos a su familia para recibir cristiana sepultura.
¿Quién quiere un cuerpo muerto? Desde siempre, quienes han visto morir a alguien han enterrado sus restos. Lo hacían los hombres de las cavernas, los soldados en tiempos de guerra y lo hacen también los elefantes. En la Universidad del País Vasco, en España, existe el “Bosque de la Vida”.
Es un terreno lleno de árboles, aves silvestres, ofrendas forales y aire puro, dentro del Campus de Leioa, en un claro junto al embalse de Lertutxe, donde en unas columnas llamadas ‘árboles’ se guardan las urnas con las cenizas de los cuerpos donados para la investigación científica.
El lugar cuenta con una estructura de tubos y filamentos de acero que produce un paisaje sonoro con el silbido del viento. En el centro un árbol verdadero, un olivo, será el “testigo de la temporalidad”, y junto a él un banco “recordará la barca que Dante usara para realizar el último viaje”. ¿Quién dice que los científicos no tienen corazón?
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En las agotadoras jornadas nocturnas de estudio, Luz pensó que no eran suficientes los libros y los recuerdos disecados de las clases del turno de la mañana; y decidió junto a sus compañeros comprar una cabeza humana para estudiarla detenidamente en la calidez del hogar.
En aquel entonces, ellos sabían que no era difícil conseguir partes humanas con el personal de turno, sin embargo, el precio de llevarse una cabeza era indescifrable. El asunto era “alquilarla” por un tiempo y devolverla al final del ciclo. Luz fue una de las más entusiastas con la idea, así que la cabeza debería quedarse en su casa.
La tarde en que se la llevaron, escondida dentro de una mochila, los ocho contemplaron juntos el rostro del muerto, un hombre moreno, de mediana edad, grandote, con bigotes y cabello rizado, de nombre Manolín, que les había costado cerca de 100 soles. Era feo el tipo, pero era suyo.
Estudiaron sus músculos y arterias al milímetro como nunca. Comían (como ya lo habían hecho antes en horas de clase) con la cabeza al lado, pero solo Luz dormía con ella en su habitación. Al cabo de 15 días, aquel juguete anatómico al que le habían tomado cierto cariño, perdió utilidad.
Empezaba a secarse y Luz ya no podía seguir ocultándola dentro de su cuarto. Había que devolverla. Intentó contactar a sus compañeros una y mil veces, pero ellos siempre se excusaban o evadían cumplir con el encargo hasta que el ciclo terminó y ya no hubo forma de devolverla a la universidad.
El pánico se apoderaba de los razonamientos de Luz. Pronto la cabeza de Manolín apestaría la casa y entonces no habría forma de ocultarla ni de su mamá policía ni de su papá juez. No le quedó más remedio que confesar su delito, a sabiendas de que no podían ser tan duros con ella: había aprobado el curso con una altísima nota.
Un día, el agudo olfato para el crimen de su madre se adelantó a su confesión y, cuando limpiaba el cuarto de Luz, quiso mover de lugar aquella bolsa negra que tanto tiempo llevaba ahí. Entonces notó un raro olor. “¿Qué hay ahí? ¡Luz dime qué hay ahí o abro ahora mismo esa bolsa!”.
Luz recuerda con humor ese momento y los segundos siguientes en que su madre la obligó a deshacerse de la cabeza. Nunca había visto a su madre así y ella nunca hubiera pensado que su hija fuera capaz de hacer algo así. Aunque en secreto lo sospechaba. Juntas se lo contaron al padre para que las ayudara con esa última tarea universitaria.
Pero no era tan fácil. Dejar una cabeza humana en la basura, tirarla a la calle o arrojarla al río eran opciones que estaban fuera del alcance moral de ella y de su familia. Por más que lo pensaron y llegaron a intentar. La respuesta estuvo (como en la mayoría de situaciones en que una familia quiere deshacerse de un estorbo) en la azotea.
Pasaron tres años hasta que la escurridiza cabeza de Manolín pasó de estar a la intemperie, entre las plantas y los trastos, a encontrar un nicho eterno de descanso. En aquella época, la familia de Luz estaba construyendo el tercer piso de su casa, así que decidieron hacerle un espacio en una de las columnas.
Ella y su mamá fueron por un sacerdote. Él bendijo la construcción que, cual pared de un cuento de Edgar Allan Poe, albergaba en sus cimientos una cabeza humana. El cura no pudo dirigir ningún rezo a la cabeza humana, pero toda la familia en silencio oró por el alma de aquel hombre.
Por un buen tiempo, Luz dejó de subir a la azotea y esquivaba toda posibilidad de quedarse sola en la casa. Los remordimientos no son tan fáciles de sepultar y la mente tiene el poder de exhumar nuestros temores más profundos. De vez en cuando, la familia entera subía a la azotea y le rezaba una plegaria.
Ahora que Luz se ha graduado, tiene un consultorio en el primer piso de su casa, estudia para obtener una maestría y duerme en el mismo cuarto que compartió con aquella cabeza. Aún le da un poco de miedo recordar esta historia, pero cuando todos salen de su casa saben que no la dejan vacía. La cabeza sigue ahí, cuidándola.