Rock electro-tropical. Música moderna y popular. Sonido ancestral-contemporáneo. No hay una sola palabra para definir la música de La Sarita sino un dúo de sustantivos, un binomio adjetival (o una mezcla de ambos) que se estrella en los límites de la definición de conceptos.
“Toro llega en camioncito, torero listo está,
toda la gente está esperando la corrida ya.
Patascas y cervecitas, entra la procesión
un danzante baila y se trepa en el arpa con agilidad”.
(“Fiesta de Aucará”, Mamacha Simona).
“Toro llega en camioncito, torero listo está,
toda la gente está esperando la corrida ya.
Patascas y cervecitas, entra la procesión
un danzante baila y se trepa en el arpa con agilidad”.
(“Fiesta de Aucará”, Mamacha Simona).
El ritmo de La Sarita es carnaval puro. Andino y selvático. Es fusión pero también es tradición. Es fiesta y denuncia. Es el violín andino lamentándose en el mentón de un ejecutor vestido de colores. Es el brinco acrobático de los danzantes de tijeras de mirada triste. Es la flauta de jilguerillo selvática amplificada en la urbe.
“Cóndor solito que triste estás
buscas tu nido para descansar
pero descubres un manto de cenizas en su lugar.
Roja montaña que lloras también
llanto de almas que habitan tu ser
frío clamor, canto triste, esperanza de un renacer”.
(“Otra vida”, Mamacha Simona).
Es el rock del nuevo Perú interpretado por una vieja banda (12 años juntos y varios más en otros grupos) que mantiene la vitalidad en la performance de Julio Pérez (vestido de guachimán, con un sombrero de pana o una máscara tribal), más identificado por sus saltos, bailes y contoneos que por la coronilla de calvicie oculta en su melena.
En la tarima apretujada de La Noche, La Sarita le canta a la Mamacha Simona, al club de fans, a sus familias (mamás, tíos y sobrinas), a los gringos de las primeras mesas (ver la letra de “Maldito brichero”) y a quienes más se identifican con el boom trópico-andino-urbano-popular que ha invadido al Perú.
“A San Francisco vamos a llegar
el peque-peque bamboleando va
flauta y guitarra inventan un son
una de Juaneco mira qué vacilón”.
(“Dame tu cocona”, Mamacha Simona).
Claro, La Sarita es precursora de estos bailes de pollada, del sentido homenaje a los chicheros, de dedicarles sus letras a los engañados en un vals, a las amas de casa sentadas frente a la televisión, a los VIP de perfil estirado y a la burocracia enferma de poder y de muerte, de la coima bajo la mesa y la ignorancia.
“Siento que la cultura de la muerte nos domina
no es casualidad, es parte de la estrategia
un mundo deprimido es fácil de manejar
pues el negocio está en vender felicidad”.
(“Mamacha Simona”, Mamacha Simona).
En vivo, La Sarita es una banda con botas de escalar, soles incaicos dibujados en el pecho, con Julio Pérez usando un guante multicolor, Henry Condori, un ayacuchano arpa en hombros, Dante Oliveros en un cajón haciendo de percusionista multifuncional, y Renato Briones al bajo y repartiendo tickets en la entrada.
Y en su puesta en escena hay ritos nativos, parodias presidenciales, duelos de danzarines, letras altisonantes y el público encendido como un inconciente colectivo en el chillido del wayno final que despide al grupo en aroma de clamor popular. El poder de La Sarita está en las raíces sonoras del Perú.