24 de abril de 2009

Historias de la historia*

Ilustración: Felipe Ugalde.

¿Qué tiene la historia que la hace tan atractiva para contar historias a partir de ella? En los últimos años, los best-seller han apelado al artilugio de revestir el pasado con intrigas, conjeturas y supuestos para hacerla más atrayente a los lectores, creando un híbrido de la novela histórica que tiene más de artefacto comercial que de trabajo literario.

El problema no está en la falta de rigurosidad científica, la alteración de hechos o la falacia, sino en la capacidad inventiva, que se puede comprobar observando que siempre tratan de cofradías secretas, tesoros escondidos, curas perversos e investigadores que se la pasan siguiendo pistas encriptadas en las cientos de páginas en las que debe –sí, debe- transcurrir la historia.

Personajes históricos con un pasado oscuro, héroes cuestionados, familiares del protagonista que fungen de narradores y millonarios arpías codiciosos de poder abundan en estas novelas donde las técnicas narrativas se limitan al suspenso y los argumentos no pasan de ser thrillers predecibles; salvo honrosas excepciones que suelen responder a escritores excepcionales.

Entre éstos últimos, se pueden contar a periodistas, escritores e historiadores que -al menos en América Latina- conforman un catálogo interesante que está más cercano a la tradición de los cronistas de Indias y el nuevo periodismo, que a los best-seller y la ficción histórica, donde la inclusión del escritor argentino Federico Andahazi bien puede ser cuestión de debate.

Desde el Premio Nóbel Gabriel García Márquez, que se adentró en los últimos días de Simón Bolívar, en la novela “El general en su laberinto”, y “Terra nostra” de Carlos Fuentes, hasta el no menos valorado Tomás Eloy Martínez, con “La novela de Perón”; se dan cuenta de escritores que no han tenido problemas en hacer ficción con acontecimientos de la historia.

La tarea artística está en la caracterización del personaje, la orquestación de los usos temporales (ambientación de la época, manejo del lenguaje y circunstancias propias) y el enriquecimiento del relato –como en toda novela- mediante detalles que puedan interesar para la novela; sin descuidar por supuesto la trama en sí y lo que con ella se pretende contar.

La investigación y los mecanismos periodísticos no son ajenos a estos escritos, donde periodistas como el propio Martín Caparrós, quien antes de “Valinfierno” publicara “Amor y anarquía”, novela biográfica sobre Soledad Rosas, argentina acusada de terrorismo en Italia, han demostrado el grado de parentesco que pueden alcanzar la historia y el periodismo literario.

El caso de Ricardo Piglia, con su novela “Plata quemada”, es una muestra más de las posibilidades que puede alcanzar este género. Allí, el autor, quien también se atrevió a ficcionar a partir de hechos específicos de la vida del escritor Roberto Arlt, trabaja la investigación policial sobre un robo en la Argentina de 1965, para construir una novela verídica que está empapada de realidad.

Su acceso a documentos confidenciales le permitió tramar una historia altamente emparentada con la aventura del nuevo periodismo, que iniciara Truman Capote y “A sangre fría”, en una vertiente innovadora y creativa del relato a base a datos reales, de la que también –cabe mencionar- beben géneros como el biográfico y de aventuras.

Mención aparte merece Juan Esteban Constaín, historiador colombiano que con el libro titulado “Los mártires”, da un peculiar giro a esta tendencia al construir una serie de relatos sobre escritores, artistas y filósofos donde la verdad histórica es menos importante que la verosimilitud de la ficción o el juego literario de los personajes.

El de Esteban Constaín es un libro dedicado a la literatura, a los escritores y a las historias, más que a la Historia en sí misma; donde la contemplación, obsesiones, destinos y condenas de los Joseph Conrad, Miguel de Cervantes, Charles Dickens, Chateaubriand, entre otros, conforman retratos fieles de sus espíritus, relegando a los acontecimientos por los que fueron conocidos a un lugar expectante.

Tal como se declara en el prólogo, la ópera prima de Esteban Constaín rinde un homenaje a los escritores que menciona, indicando que “... el arte es quizá el mejor y más hondo testimonio de la realidad, y las biografías de sus amanuenses dan cuenta de cómo se puede existir mientras se tienen las riendas de la conciencia atadas a los dientes”.

Estos principios, que el autor aplica a sus falazmente retratados –como Marcel Schwob en sus “Vidas Imaginarias” o Jorge Luis Borges en “Historia Universal de la Infamia”- puede regir a “Los mártires” que, en buena cuenta, aproximan lo real a la literatura, demostrando que aún en la verdad hay hechos fantásticos que, de ser contados, deben mantener en pie el mito.

Publicado originalmente en: www.letras.s5.com

16 de abril de 2009

Kimba fa: sonido y color

Fotos del autor.


Nunca los he ido a ver propiamente, siempre se me han aparecido en eventos diferentes, con sus tinas de plástico y sus cilindros de basura como tambores para armar la fiesta de sonido y color, sorprendiendo a más de uno que preguntaba por su nombre: Kimba fa.
















Al principio creí que no eran más que una imitación de los Stomp, que ya me habían cautivado con su espectáculo y videos urbanos donde sacan melodías de objetos insospechados (balones de baloncesto, tuberías, escobas).
















Pero Kimba fa, y en especial su Teatro del Milenio, son otra cosa. Lo suyo es una muestra de ritmos negros, percusión vibrante, pegajosa y sutil; piruetas y, sobre todo, mucho baile envuelto en una orquesta de instrumentos reciclados o no convencionales.




















Cada vez que me los encuentro, sin saber que iban a estar ahí, los veo mejor, captando algo así como el equilibrio entre lo urbano y lo tradicional, lo rústico y lo refinado, la música y el sonido, el color y la performance.

Un gusto que se repite.

8 de abril de 2009

El impredecible César Aira

Fuente: Diario Correo

A César Aira habría que clavarle un cascabel en el dedo meñique de la mano izquierda para saber cuándo está tramando otra de sus cada vez más célebres obras-locura. Este argentino, desheredado de los padres de su patria literaria, (Borges y Cortázar) suele salirse con las suyas cada vez que presenta una nueva novelita.

En primer lugar hay que decir que ninguna novela de Aira se parece a la anterior y que es imposible saber siquiera si pertenecen al mismo autor, si pertenecen a un ser de este planeta, si han sido escritas con la alevosía de desconcertar a sus lectores, cada vez más numerosos, cada vez más confundidos.

Lo primero que leí de Aira fue, si no me equivoco, “Cómo me hice monja”, y entonces me creí ante el descubrimiento de un escritor tan desgarradoramente cruel y delicioso, fruto exacto del árbol narrativo que es la Argentina. Luego leí “Las noches de flores” y ahí empezó lo bueno.

Aira mezcla, en una situación suburbana, completamente absurda y latinoamericana, el inequívoco ingrediente de lo mágico, con su dosis de locura y perversión (o subversión) de los hechos, como si quisiera sabotear sus mundillos literarios para hacerlos precisamente fieles al Planeta Aira.

Luego me tocó leer un cuento que puede ser, acaso, lo mejor escrito en lengua castellana en los últimos veinte años (“El todo que surca la nada”), aunque con la consabida exageración que nos proporcionan todas las novelitas y relatos de este hombre pequeño e inofensivo hasta que se le lee.

Lo siguiente fue “La serpiente” y ahí sí que se acabó la gracia. Aira hace uso y abuso de nuestra imaginación (y de la suya) en esta, hay que llamarle novela, aunque yo preferiría llamarle vuelo rasante por el país de lo insólito, para adentrarnos en una historia alucinada que le da más de una acepción al término.

Finalmente, recaí en otro de sus libritos para salir nuevamente con el desconcierto pegado al cuerpo. “El congreso de literatura” no es ni la mitad de lo que parece y, aunque no es lo mejor de su obra-locura por ciertas digresiones, es una muestra de los caminos de fantasía y delirio que produce este escritor.

El hecho de que todas sean novelitas de no más de 200 páginas me hacen pensar que Aira escribe despreocupadamente, sin imaginar que sus libros pueden ser bombas de tiempo encerradas en librerías hasta que un incauto las encuentra y acciona su dispositivo devastador sin imaginar las temibles consecuencias.

Cada vez que abro un libro de César Aira me pasa lo mismo, no sé si saltarán de él los fuegos artificiales de su mejor prosa, o si volverá a estallar el sigiloso explosivo que pretende exterminar el barroquismo y el vanguardismo y la más pura y dura narrativa convencional. O si no pasará nada, salvo el silencio del ¿ahora qué?