18 de septiembre de 2009

Delatores


De un tiempo a esta parte, la historia de mi país ha cambiado del único modo en que puede cambiar un país: radicalmente. Todo empezó con una cámara fotográfica, un personaje de la farándula en un lugar indebido y un programa de chismes por televisión preparado para embarrar la honorabilidad de ese individuo amigo de la noche.

Como era de esperarse, la noticia devino pronto en escándalo periodístico, en portadas de diarios sensacionalistas y en una disputa legal por difamación de las tantas que van a parar al archivo del Poder Judicial; allí donde duermen los expedientes sin rostro. Todo iba, como se suele decir, de lo más normal, hasta que un día sucedió.

Un desubicado juez abrió el documento, lo leyó y, en menos de lo que tarda el planeta en completar la fase de traslación, declaró culpable al acusado, a quien sentenció a seis meses de arresto domiciliario. Posteriormente, el mismo juez rechazó la apelación del agraviante, condenándolo a prisión efectiva por incumplir la pena anterior.

En resumen, el sentenciado debió pagar por sus culpas, algo que resonó aún más que el escandalete del figurín televisivo, originando una ola de reacciones de lo más variopintas. Piadosos que fueron a dar una voz de aliento al castigado, críticos que arremetieron furibundos contra el caído en desgracia, crueles que se relamieron con el dolor ajeno, analistas que no cesaban de llenar columnas de opinión con comentarios sobre el tema.

Pero el asunto no quedaba ahí, puesto que el caso trajo a colación otros juicios por difamación, injuria, calumnia y agravio cuyos acusadores se aproximaron hasta el fuero civil demandando la misma celeridad para con sus procesos. Ni el buen Kafka hubiera resistido tamaño delirio: pedir justicia a la Justicia y a ritmo de fast-food.


Los magros leguleyos y abogados de quinta empezaron a tener trabajo. En sus minúsculas oficinas no cabían ni la décima parte de sus clientes, compitiendo en cantidad de público puesto en ordenada y quejumbrosa fila, con aquellas oficinas de empleo que prometen encontrar un puesto al menos apto y al más flojo.

Los pequeños negocios y comercios empezaron a albergar en sus segundos pisos, en un rincón de sus establecimientos, en las trastiendas que antes fueron almacenes, a estos individuos papelucheros que, sello en mano, marcaban de esperanza las querellas demoradas por siglos. Hasta los ambulantes hicieron negocio con resúmenes legislativos y manuales para escribir cartas notariales.

El gobierno puso entre la espada y la pared al Poder Judicial, acusándolo de ególatra por su primer pronto fallo. “Ahora pues”, parecía decirle el Presidente de la República desde su cómodo sillón, viendo como las marchas y protestas se trasladaban de su puerta a la de la Corte. La balanza empezaba a inclinarse por el lado menos esperado.

Como es lógico, apareció además la primera mafia de las acusaciones. Todos tenían algo que ocultar que era fácil de hacer público y notorio. Los medios de comunicación y las tecnologías ayudaron a difuminar esa plaga de la verdad virulenta, ese enjambre de entredichos que hicieron pelear al hombre con el hombre, al hermano con su hermano.

Los delatores pasaron a ser individuos profesionales que, como tantos, vivían de lo ilícito. El suyo era un gremio reservado, por temor a las infidencias, y muy unido. No había secretos que guardar, así que la mayoría prefería las oficinas de grandes ventanas y mantener siempre las puertas abiertas a los oídos atentos.

En los periódicos, las páginas judiciales competían en grosor con las de los avisos clasificados. Se publicaban nuevas leyes y normas sobre el derecho a la privacidad, veredictos semanales, fallos, apelaciones, sentencias, columnas de habladurías, acusaciones infundadas, los últimos entredichos y hasta una sección titulada “El juicio del día” con programación incluida por TV.


Todos tenían un tío abogado, un vecino juez, una amiga demandada o un primo demandante. Estaban los que ofrecían arreglar un juicio en veinticuatro horas, los más realistas que garantizaban una considerable reducción de penas, como si se tratara de grasa abdominal, los que decían conocer jueces coimeros y, por último, los que te aliviaban los días en el encierro con fastuosidades.

Pero todo, como en las películas, tiene su final, y las acusaciones infundadas empezaron a desaparecer cuando se perdió el control. Cansados de tantas y tan tenaces protestas, los jueces mandaban a hacer penitencia a los agraviantes y también a los agraviados. Las iglesias aumentaron su clientela con no-fieles que debían reflexionar rosarios completos. Antes de ver la viga repara en tu ojo, o algo así, referían durante los dictámenes.

Los castigos se hicieron más benignos y, de alguna manera, más justos. Las malas bocas eran sancionadas con agua y jabón; mientras que muchos de los juicios pasaron a discutirse en las barras de los bares, resolviéndose como en los juegos de mesa: “Usted retrocede tres casillas”, “Pierde una oportunidad de juego”, “Ceda el turno a su compañero”.

Si usted era abogado olvídese, sus días estaban contados y las cuentas de sus servicios volvieron a estar impagas. Es cierto que la gente empezó a discutir más, pero litigaba menos. Las honras se diluían en los jarrones de cerveza y los correveidiles sucumbieron por la falta de mercado; los temas prohibidos pasaron del secreteo al debate común.

No puede decirse que pasáramos a vivir a una sociedad mejor, pero al menos dejamos de interesarnos en los pormenores mórbidos de la vida de los otros. En mi caso, como en el de muchos compañeros de trabajo, nos sentimos algo heridos por el nuevo sustantivo con el que descalificaban a nuestra humilde profesión. Los periodistas, fotógrafos y reporteros pasamos de representar la voz del pueblo a ser los tristemente recordados delatores.


Lima, octubre de 2008

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