22 de febrero de 2009

Colecciones

Fuente: clubdecoleccionistas.com


De algo estoy seguro: las colecciones no tienen valor. En diciembre del año pasado, un hombre pagó cien mil dólares por una guitarra destrozada de Kurt Cobain unida con cinta adhesiva. Según un portal de licores de España, la colección “Fine & Rare” es la más preciada del mundo, compuesta por whiskies que van de 1937 a 1975, y valorizada en medio millón de euros.

En el mundo hay coleccionistas de abanicos, hojas de afeitar, biblias, boletos, calculadoras, Coca Colas, dientes de tiburón, chicles, menús, jabones, manzanas, preservativos, sujeta corbatas, zapatos miniatura y todo lo que pueda imaginarse; con precios galácticos cuando de exclusividades y rarezas se trata.

Acaso los más promocionados son los de las artes, que suelen ir a las subastas para disputarse la próxima adquisición. También están los coleccionistas de piezas antiguas (no confundir con los anticuarios, que son los estudiosos de estas vejeces) quienes logran rescatar, a veces de la basura, pedazos de invalorable historia.

Los hay de vehículos último modelo, artefactos inútiles, fanáticos de un tema, recuerdos de la infancia y simples especuladores que creen que aquello que está entre sus manos en unos años más valdrá, no sé, quizá mil veces más. No se necesita ser millonario para ser un buen coleccionista pero, en éste último caso, sí un poco ambicioso.

Algo de ‘cachivachero’ y “pierde-el-tiempo” tienen los que cultivan el hábito de guardar aquello que el resto desecharía (no incluyamos en esta categoría a los que atesoran sus bienes por montón y por gusto) pero no sé bien si esta obsesión responde al simple hecho de guardar por guardar o a la aventura de encontrar.

Yo he conocido a coleccionistas más simples, de llaveros, postales y autógrafos que aprovechan el más sutil comentario sobre sus objetos adorados para soltarte la historia detrás de su insólita adquisición y la de su manía felizmente adquirida y cultivada con sacrificios de tiempo y dinero.

Foto del autor.
Sin darme cuenta empecé a formar un par de colecciones tan burdas que, según un portal de Internet, cuenta con clubes cuyos miembros pertenecen a distintos países del mundo. Colecciono sobres de azúcar (sacarinas, le dicen) y marcadores de libros. O creo coleccionarlos. Porque a mi acumulación de variedades le hace falta avidez.

Creo que todo empezó cuando una amiga me regaló un separador de libro de Chile, un país del que guardo un grato recuerdo pero del que me traje muy pocas cosas (entre las que no había un separador de libro, claro). Es de un material resistente (mezcla de papel y cobre), lo que me permitió usarlo y conservarlo por muchos años.

Luego, mi afición por la lectura me hizo comprar varios libros y recibir el nada despreciable obsequio del separador. Así fui aumentando una compilación de marcadores que me han sido útiles y que en lo posible trato de combinar según el autor y la procedencia del artículo. Hasta ahora llevo más de dos docenas sin contar las repeticiones.

Tengo separadores de librerías, cafés, casas de estudio, instituciones, empresas y misceláneos. No he sido un coleccionista minucioso y en muchos casos los he regalado, sin pensarlo dos veces, o perdido sin pensar una vez en el lugar donde pude haberlos dejado. El último de mi colección es uno de cuero traído de Cuzco.

Mi repertorio de sacarinas es todavía más casual y limitado. Comenzó con un café que preferí tomar sin azúcar. Por alguna razón me guardé el sobre de sacarosa y éste permaneció escondido por varios días en uno de los bolsillos de mi saco. No negaré que el paquetito de dulce contenido me pareció gracioso y bonito. Lo guardé sin motivo ni esperanza.

Foto del autor.
Actualmente tengo 23 sobres de azúcar de restaurantes, cafés, bares, aerolíneas y locales de comida rápida. Algunos son alargados y otros rectangulares. Los que más aprecio son el primero de ellos, “Valdez Light”, de extraña procedencia ecuatoriana, y el del Café Tortoni de Buenos Aires.

Debo decir que mis colecciones no me enorgullecen especialmente, rara vez comento de su existencia y si las conservo no me obsesiono por ellas (el otro día mi sobrina rompió un sobre y bañó de cristales de azúcar toda mi cama). ¿No requiere cierta devoción y aprecio la tarea del coleccionista?

Yo soy de los que prefieren coleccionar, si así lo podemos llamar, por el simple y banal hecho de ir sumando momentos, de experimentar. Experimentar una buena lectura, con un compañero que me guarde la página, o experimentar una charla de café con una compañía agradable.

Ahora quiero hacer partícipes a los lectores de este blog de mi tercera colección. Quiero coleccionar historias que pueda contar por escrito. Un muestrario de hechos, anécdotas, extravagancias, curiosidades y paradojas que sean el alimento para este espacio y que nutran mi deseo de seguir con el oficio prestado del cronista.

A quienes tengan algo interesante que contar (que no hayan contado en otro lado y del que no estén cansados de leer) pueden escribirme a jegwkit@hotmail.com. Tal vez después de un café (que incremente mi reserva de sacarinas) y una charla obtengamos juntos un nuevo integrante de mi reciente colección.

El autor

13 de febrero de 2009

Sangre en el establo



LEO “CABALLERIZA”, de Rodrigo Rey Rosa, un animal raro en la cada vez menos ponderable literatura latinoamericana, que aborda el mundillo aristocrático de su natal Guatemala para, una vez más, criticarlo sin hacerlo. Los criadores de caballos son esta vez el blanco de su prosa breve y letal como hoja de navaja que en pocas líneas marca el trazo de un thriller verídico y galopante.

La novela empieza explicándose a sí misma y es en ese acercamiento donde Rodrigo Rey Rosa encuentra una luz que brillará en el resto de las páginas. “Debería usted escribir algo acerca de esto”, escucha el narrador que le dice una voz y él, que no está acostumbrado a seguir este tipo de consejos, sigue esa ruta a sabiendas de que el mundo de los criadores de caballos no es su fuerte.

El mismo autor ha confesado que este hecho pasó en realidad, y que fue el principio para dar el salto y adentrarse en el oscuro terreno de su propia imaginación. Inclusive tuvo que pedirle permiso a su padre, quien también figura como personaje, para incluirlo en la historia de un crimen, una pasión y una, entre muchas, perversidades que se esconden en Guatemala.
Fuente: El País.
Ya en “Piedras encantadas” (El Andariego, 2008) Rodrigo Rey Rosa (RRR) nos presentaba la única patria que él concibe: “el país más hermoso, la gente más fea”. En aquella novela breve, las secuelas del crimen organizado a nivel institucional dejan su huella contaminante en los demás niveles de la sociedad. Una mancha difícil de quitar.

Los abogángsters, el dinero al servicio de los poderosos, la basura y los mendigos, las armas, el asfalto, los secuestros, las amenazas de muerte, las drogas y los caballos forman una ciudad que puede ser cualquiera; que puede ser ésta si tuviera a RRR en el parque de la otra esquina, sentado en una banca, observándonos a todos.

En “Caballeriza” se desarrolla menos el conflicto social que el drama singular de una familia potentada, atrapada en su propia, y blindada, miseria. El paisaje citadino cede al campestre, surcado por veloces camionetas de lunas polarizadas, y el detalle costumbrista brilla sin resplandecer dentro de un lenguaje que RRR pule mejor libro con cada libro.

Dice RRR en una entrevista (1): “Al principio pensé que tenía que cambiar los nombres. Temía nombrar personas reales. El miedo controlado causa cierto placer. Si no siento cierto temor al escribir, creo que no podría transmitir lo que quiero, el miedo”.

(1) http://letras.s5.com/gc010209.html

10 de febrero de 2009

D'Onofrio: la fiebre amarilla del verano

En el Perú no hay quien no haya probado un helado D'Onofrio y, según la propia empresa, no hay a quien no le gusten. Es verano, hace calor y Lima está invadida por heladeros uniformados de amarillo que son parte de una corporación cuya historia tiene muchos veranos a cuestas y un prestigio que brilla como el sol. ¿Por qué nos gusta tanto D'Onofrio?


Por Javier García Wong Kit
Fotos del autor

DOY FE, sin necesidad de encuestas o el respaldo de un estudio de mercado: en el Perú no hay quien no haya probado un helado D'Onofrio. En cualquier otro caso podría ser una afirmación temeraria. En éste en particular, se trata de un simple cálculo de probabilidades sustentado en el nivel de la oferta y la demanda.

SOLO EN San Isidro, distrito con cerca de 70 mil personas residentes y diez veces más de visitantes recurrentes, hay una patrulla heladera de carretillas D'Onofrio que brilla estratégicamente en cada esquina de su centro financiero, el cual alberga la mayor cantidad de oficinas, bancos y negocios en edificios que producen tortícolis.

D'ONOFRIO, el italianísimo nombre de “El sabor del Perú” que ahora pertenece a la suiza Nestlé, debe tener más unidades circulando en las calles que la Policía Nacional. El motivo es evidente, en tiempos en que el calor agobia más que la inseguridad, es más necesario tener un dulce de hielo que un patrullero al lado. Y si se trata de una marca de arraigo nacional, con mayor razón.

DURANTE AÑOS en el Perú nos hemos acostumbrado a tener marcas emblemáticas por productos —no haré una lista nostálgica de leches, chocolates, cereales, tiendas y gaseosas— pero con la globalización y la apertura a las importaciones este fenómeno o “Síndrome de los Años Maravillosos” parecía tener las horas contadas. Nada de eso.

JUNTO A muchas otras marcas peruanas, D'Onofrio ha superado este periodo de apertura comercial que resultó ser menos traumático de lo que se pensaba; aunque ello ha exigido un esfuerzo por mantener su imagen sólida como bloque de hielo, tras el traspaso de las acciones de la familia D'Onofrio a la trasnacional Nestlé en 1997.

Local en playas del sur
UN AÑO antes ya habían oído una voz de alerta, cuando la trasnacional Unilver introdujo al Perú la marca de helados Bresler que fracasó rotundamente. Hoy, la competencia viene desde distintos frentes —otras marcas, heladerías, restaurantes de comida rápida, helados artesanales— y D'Onofrio parece estar preparado.

A SUS AGRESIVAS campañas publicitarias, la empresa le ha sumado un trabajo estratégico con socios encargados de llevar los helados a los rincones más lejanos del país, desde los balnearios del sur de la capital hasta las provincias de gélidos climas; e inclusive en invierno, como parte de su objetivo de elevar el consumo de este estacional producto.

EXISTEN camiones distribuidores con cámaras de frío, congeladoras para bodegas, carretillas de helados, confiterías D'Onofrio, heladeros ambulantes y hasta fiestas infantiles y eventos organizados por la marca con un merchandising que va del gorrito y el polo, hasta los botes de basura, mueblería de exteriores y paneles que interactúan entre sí.

HE VISTO helados en tiendas retail de ropa, en playas solitarias, en carreteras sin punto de descanso y —repito— en cada esquina de San Isidro. Ricardo Panchano es uno de los responsables de esta fiebre amarilla y los cerca de 30 heladeros en triciclo —que salen a las calles de San Isidro— son los estandartes de la marca en un trabajo que no distingue sol de sombra.

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TODOS LOS DÍAS, poco antes de las nueve de la mañana, llega el camión de los helados D'Onofrio. El frigorífico rodante se estaciona frente al local azul y amarillo de Ricarte, la empresa de Panchano, y dos trabajadores descargan sin prisa la mercancía que pronto estará, como chisme calentito, en boca de medio Lima.

ADENTRO del local, el personal empieza con el proceso de cargar los carritos de helado con hielo seco envuelto en papel periódico. Son bloques rectangulares, del tamaño de medio ladrillo, que parten de un lienzo humeante mayor. Con ellos se arma un pequeño iglú dentro de cada carrito.

UNO A UNO, van cayendo los heladeros de San Juan de Lurigancho, de Villa El Salvador, de San Juan de Miraflores… de casi todos los distritos. Cuando llegan, visten con lo que mejor les parezca, pero una vez arriba del caballo amarillo de tres ruedas, son jinetes uniformados con una que otra diferencia.

MANGAS cortas, largas o arremangadas. Playeras asomando por abajo del cuello. Pantalones de distintos colores. Shorts oscuros o claros. Zapatillas o zapatos. Sandalias. Gorritas de beisbolista o al estilo Gilligan. La moda es lo de menos, lo importante es el lugar donde exhibir el mismo logo que otros 30 llevan en el pecho.

¿HABRÁ QUIEN los distinga en una jungla grisácea donde los que no están de amarillo usan saco y corbata? Descubro que sí, que pese a la inclemencia de llamadas al celular, de compañeros de oficina, de conocidos en esta y la otra cuadra; en Lima hay quienes se acuerdan de los heladeros. Con nombre o apellido.

LOS HELADEROS tienen amigos vigilantes, porteros de edificio y uno que otro vendedor que frecuenta la zona. Ellos son los del fiado, los que les preguntan cómo va la venta, qué tal los hijos. Los clientes del sector empresarial se interesan más por la charla cotidiana: el calor, el fútbol, las noticias. Los heladeros bien podrían ser encuestadores al paso.

EN LAS INMEDIACIONES de un restaurante de menú está Mauro Cárdenas, que en la feliz hora del refrigerio es rodeado como panal de miel por las abejas obreras. Es verano, mediados de enero y aún el sol no termina de asomarse. A ratos parece entretenerse como lo hacen las vírgenes milagrosas, con apariciones fugaces.

“BAJA MUCHO la venta cuando no hay sol”, dice Mauro, quien percibe con claridad el calor igual que yo en este mediodía que parece media tarde. Mauro tiene 54 años, los ojos chiquitos y la piel como la tienen los heladeros y los instructores de natación: color chocolate brillante. Un bañado uniforme de sol o fudge, da lo mismo.

MAURO ES de Ocros, Ayacucho, y lleva 32 años vendiendo helados D'Onofrio. Llegó a Lima muy joven, con 18 años, para trabajar en un grifo de San Isidro. Al poco tiempo el grifo cerró y él se quedó sin trabajo. Se metió de heladero porque había visto a otros hacerlo y le gustó. “No hay horarios y no hay jefes”, me dice muy sereno, como solo puede estar sereno quien no tiene jefes.

AHORA TRABAJA a solo dos cuadras de donde todavía está ese grifo, aunque de vez en cuando monta su triciclo, o lo empuja, da igual, y busca nuevos clientes. “Antes no habían edificios, solo casas. Aquí a la vuelta quedaba La Caleta, una cebichería a la que venían ministros. Yo me paraba en la puerta y a la salida me compraban mis helados”.

Mauro Cárdenas
MAURO aparenta menos edad de la que en realidad tiene, sobre todo cuando sonríe. Quien lo viera no podría creer que ya sea abuelo. Dos de sus tres hijas ya son madres de pequeños y no tan pequeños. Él no se siente viejo para nada. Todos los días sale a trabajar, aunque cada año vender helados le sea más difícil.

“AHORA HAY congeladoras con helados en todas partes; en grifos, en bodegas, en farmacias. Son nuestra mayor competencia”, dice con la corneta que produce el llamado característico de D'Onofrio en una de sus manos. Mauro dice que en un buen día de verano puede llegar a ganar 40 soles netos, descontando lo que se le paga al distribuidor.

LOS SÁBADOS, cuando el público oficinesco desciende notoriamente, él igual sale a trabajar a San Isidro. A veces, me cuenta, se junta con otros heladeros amigos y se van juntos al depósito de Ricarte, a eso de las seis de la tarde. Allí, un enjambre de heladeros se arremolina para devolver el carrito y volver a sus vidas peatonales.

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COMO SI FUERAN vehículos de competencia, las carretillas de helados D'Onofrio han modernizado su diseño. Para empezar, ya no tienen ese color amarillo taxi que llevaron por muchos años. Ahora su tono es más pálido. La carrocería ha dejado aquella forma rectangular para pasar a una trapezoidal que actualmente comparte escenario con la versión más reciente.

EL ÚLTIMO MODELO es más globular, más estilizado, y en las ruedas laterales tiene unas tapas en forma de T para cortar el viento. Bajo el asiento lleva una pequeña canasta para las envolturas de los helados, en el frente una banda parachoques y junto al timón una caja en la que los heladeros guardan sus pertenencias.

EN LA PARTE POSTERIOR lucen un número de matrícula que sirve para cuando los guardias municipales los detienen preguntando por su permiso de circulación. Del cuello, cada heladero D’Onofrio lleva una credencial que revela su identidad y dentro del casillero guardan un certificado que les autoriza el libre tránsito.

LA AVENIDA Canaval y Moreyra tiene cinco cuadras contando desde la Av. Paseo de la República hasta la Av. República de Panamá y casi una docena de heladeros D'Onofrio —y de los otros— apostados en sus calles. En una de esas esquinas se ubica Juan Daniel, un chico de 14 años con rostro de niño, mejillas infladas y mirada seria.

A VECES está meciéndose en su carretilla, como si fuera un columpio, y otras está sentado en el borde de la vereda, jugando con su primo menor, José María, un travieso de aquellos que no pueden estarse quietos. Juan Daniel todavía va al colegio, este es su primer verano de heladero y ya ha aprendido a resistirse el sabor de los helados.

UNA CUADRA más abajo está Neyda, mamá de José María. En su esquina hay un quiosco de periódicos, un teléfono público y un puesto de lustrabotas. Lleva zapatillas de correr, aros de gitana un poco más arriba de cada lóbulo y una coleta que se escapa detrás de la gorra de béisbol. Sobre y bajo los párpados usa sombras azules y verdes.

UNAS VECES revisa su celular o conversa con los clientes. Otras lee distraída una revista. También se le acercan sus amigos lustrabotas para jugarle bromas. Esta vez usa el teléfono público para llamar a alguien. Cuelga, vuelve a su triciclo y de nuevo hurga en su teléfono. Parece esperar una llamada importante.

MARÍA, la mamá de Juan Daniel, está una cuadra más abajo, frente a una farmacia, dos agencias de bancos y una casa de cambio. Ella es más sencilla, apenas adornada por una sonrisa que le basta para caer bien a cualquiera. María me cuenta que lleva 23 veranos vendiendo helados, siempre en San Isidro, y que puso a Juan Daniel a trabajar para que no esté ocioso en la casa. “O jugando al pinbol”.

“ES MI PAPÁ”, me dice cuando le pregunto por Mauro Cárdenas. “Es mi hermana”, responde riéndose cuando inquiero sobre Neyda. Una cuadra más abajo, cerca de la Vía Expresa, está Reina, su hermana menor. Reina tiene mirada pícara y lleva cinco años trabajando con sus hermanas y su papá; aunque con menor suerte.

“SIEMPRE VIENEN los municipales, el otro día me quisieron quitar mi celular. Tuve que llorarle pero por suerte mis hermanas me ayudaron y no se llevaron mi teléfono”. Reina es la única que no tiene hijos y la más cercana a su papá. A veces don Mauro lleva su triciclo hasta la esquina de ella y se quedan un rato conversando.

Archivo D'Onofrio
TÉCNICAMENTE, la familia Cárdenas ha ‘tomado’ una de las avenidas más transitadas de San Isidro. Llevan tres generaciones de heladeros y viendo al pequeño José María, y pensando en los dos hijos más de Nayda, todo hace pensar que habrá más miembros en la escolta. Una razón más que suficiente para llamarlos la familia Cárdenas D'Onofrio.

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¿POR QUÉ NOS GUSTAN tanto los helados D'Onofrio? En los últimos años, la marca del sol colorado ha sacado tantos productos como los que la mente de un niño puede imaginar. Helados que se chupan en el dedo, helados de yogur, del sabor de nuestro chocolate D'Onofrio favorito y los llamados “premium” de raras combinaciones.

DETRÁS DE esa vorágine creativa de sabores, nombres y colores hay 70 millones de dólares anuales en ventas, que representan cerca de 30 millones de litros de helado. Es decir, con una vana estadística se podría afirmar que cada peruano consume cerca de litro y medio de helado D'Onofrio al año; lo cual visto de esa forma parece poco.

AÚN ASÍ, habría que escuchar a Christof Leuenberger, gerente de la división Helados de Nestlé, quien comenta que este 2009 la empresa crecerá en 30% sus ventas, que en los últimos cinco años D'Onofrio ha triplicado su producción y que para la campaña de verano esperan incrementar la oferta y el consumo a todo nivel socioeconómico.

EL VERANO sigue siendo el gran aliado de los helados, al punto de que en esta época llegan a multiplicar por seis las ventas respecto al invierno. Las playas del sur de Lima son un bastión importante donde D'Onofrio ya tiene grandes distribuidores, mayoristas en tiendas que representan a la marca y minoristas a pie con cajas de polietileno.

PERO NO solo los grandes volúmenes interesan a D'Onofrio, también están los nichos de mercado más sofisticados. Una de las novedades es la línea de helados a la carta para hoteles y restaurantes de lujo. También han apuntado a la gente ‘light’ con los helados dietéticos. Pero quizá lo más resaltante ha sido su matrimonio con Inca Kola en un producto destinado a llamar la atención.

Y SI DE LLAMAR la atención se trata, en D'Onofrio son especialistas. No tanto por las cornetas de los heladeros como por su campaña de publicidad. Para el helado de Inca Kola no tuvieron mejor idea que presentarlo junto a las Líneas de Nazca. Una enorme envoltura de este helado cubrió 80 metros del arenal, demostrando que siempre hay forma de aprovecharse de la historia.

SIN EMBARGO, ninguno de estos excesos responde a la pregunta del inicio: ¿por qué nos gustan tanto los helados D'Onofrio? La respuesta más nacionalista es decir que es el “sabor nacional”, como reza uno de sus tantos slogans. La respuesta más marketera es decir que se trata de una lovemark, una marca con la que nacimos, crecimos y de la que los peruanos estamos enamorados.

PARA ESCRIBIR esta crónica probé más helados D'Onofrio de los ya muchos que suelo tomar cada verano. Algunos dicen que la fórmula de su chocolate ha cambiado, que ya no tienen la calidad de antaño. Yo solo sé que no soy de los que se enamoran de las marcas, aunque guarde de ésta en particular muy buenos recuerdos en el paladar.

COMO AQUELLAS visitas a la fábrica de D'Onofrio, en el local que aún se encuentra en la avenida Venezuela. No puedo pensar en un lugar que haya despertado más mi curiosidad gustativa. En aquel tiempo, los colegios organizaban excursiones a las industrias para interesar, supongo, a los alumnos por el trabajo manufacturero.

YO NO PODÍA estar más interesado en el chocolate, los helados y el dulce olor a D'Onofrio que emanaba cada esquina de aquel lugar. La imagen del fresco chocolate solidificándose sobre las placas de metal antes de ser envuelto todavía me hace salivar. En ese entonces no existía el Facebook, pero yo ya era fan de D'Onofrio.

EN MI RECUERDO también está “El Parque D'Onofrio”, esa heladería que lleva más de 30 años en el Parque Kennedy de Miraflores, y que hasta Mario Vargas Llosa evoca al contar en “Los cachorros” que ahí compraba barquillos con sus amigos. Pese a que su dueño ya no es Luis D'Onofrio Di Paolo, aún conservan copas de helado que solo ahí pueden encontrarse.

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¿A QUIÉN NO le gusta D'Onofrio?, pregunta no sin arrogancia la más reciente campaña publicitaria desde afiches, banners gigantes y una página web que ha desatado muchos comentarios. Si hasta hace poco el mensaje de D'Onofrio, según el propio gerente de marketing de la empresa, Doménico Casaretto, era el optimismo; la actitud de ahora es, por lo menos, fría como chupete.

HIRIENTE, rara, arriegada, innovadora, “poco innovadora”, soberbia. Quienes han ingresado a www.aquiennolegustadonofrio.com se han sentido defraudados por los calificativos vertidos a quienes se atreven a decir que no les gusta D'Onofrio. Hay quienes incluso han pensado en cambiar de marca. La respuesta de Casaretto es esta:

“EL OBJETIVO principal de la campaña es acercar la marca a los consumidores, que estos interactúen con ella a través de un medio como Internet. Allí está el público al que queremos acercarnos: los adolescentes, por eso la página está construida con ese lenguaje. Partimos de una idea universal: en el Perú, D'Onofrio es sinónimo de helados. Segundo: en este país a todos les gustan los helados”.

CASARETTO señala que no son arrogantes, aunque señala también que tienen el 90% de preferencia en todos los hogares del país. Más aún, las más de 45 mil personas que se inscribieron en el web site en apenas cuatro semanas y el abultado número de visitas (200 mil), de alguna manera, lo respaldan. Pregunta: ¿se puede ser arrogante y ser querido a la vez? Si te llamas D'Onofrio, creo que sí.

Fuente: Suntranep
¿A QUIÉN no le gusta D'Onofrio? Difícil pregunta si consideramos lo que dice Casaretto, que en el Perú —y seguro que en cualquier país— a todos le gustan los helados. El sábado 30 de agosto del año pasado, cerca de 500 trabajadores pertenecientes al Sindicato Único Nacional de Trabajadores de Nestlé Perú (Suntranep) contestaron a esta pregunta con una huelga que duró casi 40 días.

POR POLÍTICAS salariales discriminatorias hacia los trabajadores más jóvenes se produjo esta manifestación que finalizó el 4 de diciembre, poco antes de los primeros calores del verano, gracias a que ambas partes llegaron a un acuerdo satisfactorio que incluyó aumentos, beneficios laborales y sociales, y reducción de cargas de trabajo.

LA OTRA NOCHE ingresé y me registré en la página de D'Onofrio, no tan movido por la curiosidad como por el deseo de terminar con esta crónica. Después de ver a mujeres, hombres, ancianos y bebés que no están en edad de comer helados, posando con uno al lado, me pregunto quién me explicará de qué sirve esta fabulosa experiencia publicitaria.

RESULTA QUE SOY “más triste que un depre”, con peinado emo y toda la cosa después de cuatro preguntas en el cuestionario ideado para los “raros” que dicen que no les gusta D'Onofrio. Pero no me desanimo y luego intento colocar sin éxito mi cara en un “Super Aqnlgd”; aunque tal vez esté leyendo mal el lenguaje del website.

¿A QUIÉN no le gusta D'Onofrio? Si el website no ayudó a encontrar una respuesta a tal pregunta, sí me ayudó a mí a entender algo: los helados D'Onofrio son mejor que su publicidad, sus paneles invasores, sus comerciales cinematográficos, sus grandiosos lanzamientos, sus páginas web que, al menos yo, no entiendo. Ahora mismo se me está antojando uno.

3 de febrero de 2009

La hora de Pelo (y dos de rock)

Pelo en concierto,
Pelo en La Noche de Barranco,
Pelo, una estrella de rock en el mar
Con su segundo disco solista
Como tabla de salvación:
“No te salves”.


Pelo despeinado, sobre el escenario
Lentes negros, un solo de guitarra,
Un piano interminable;
Momento abrasador.

Es hora de pararse y continuar,
Doce canciones y un bonus track,
Algunas pistas camino
a la Ciudad Naufragio,
Recorridas en secreto
con Mr. Sabina, una eternidad,
Y el recuerdo de una Mala Sangre.

“Es hora de mostrar un poco más,
Abrirnos las entrañas y enseñar,
Lo que llevamos adentro sin privar”.


Pelo y un homenaje a Benedetti,
Pelo y un canto a Daniela Romo,
Pelo sometimes in english,
Coqueteos con clásicos del rock.
Luna de miel.

Pelo y Magaly Luque en el cello,
Romántico y ninfómana,
Sin más desidia, ni perfidia.
Nunca se vayan de aquí.
Fotos del autor.