27 de octubre de 2009

La Sarita en concierto: Sonido ancestral-contemporáneo


Rock electro-tropical. Música moderna y popular. Sonido ancestral-contemporáneo. No hay una sola palabra para definir la música de La Sarita sino un dúo de sustantivos, un binomio adjetival (o una mezcla de ambos) que se estrella en los límites de la definición de conceptos.

“Toro llega en camioncito, torero listo está,
toda la gente está esperando la corrida ya.
Patascas y cervecitas, entra la procesión
un danzante baila y se trepa en el arpa con agilidad”.
(“Fiesta de Aucará”, Mamacha Simona).


El ritmo de La Sarita es carnaval puro. Andino y selvático. Es fusión pero también es tradición. Es fiesta y denuncia. Es el violín andino lamentándose en el mentón de un ejecutor vestido de colores. Es el brinco acrobático de los danzantes de tijeras de mirada triste. Es la flauta de jilguerillo selvática amplificada en la urbe.

“Cóndor solito que triste estás
buscas tu nido para descansar
pero descubres un manto de cenizas en su lugar.
Roja montaña que lloras también
llanto de almas que habitan tu ser
frío clamor, canto triste, esperanza de un renacer”.
(“Otra vida”, Mamacha Simona).


Es el rock del nuevo Perú interpretado por una vieja banda (12 años juntos y varios más en otros grupos) que mantiene la vitalidad en la performance de Julio Pérez (vestido de guachimán, con un sombrero de pana o una máscara tribal), más identificado por sus saltos, bailes y contoneos que por la coronilla de calvicie oculta en su melena.

En la tarima apretujada de La Noche, La Sarita le canta a la Mamacha Simona, al club de fans, a sus familias (mamás, tíos y sobrinas), a los gringos de las primeras mesas (ver la letra de “Maldito brichero”) y a quienes más se identifican con el boom trópico-andino-urbano-popular que ha invadido al Perú.

“A San Francisco vamos a llegar
el peque-peque bamboleando va
flauta y guitarra inventan un son
una de Juaneco mira qué vacilón”.
(“Dame tu cocona”, Mamacha Simona).


Claro, La Sarita es precursora de estos bailes de pollada, del sentido homenaje a los chicheros, de dedicarles sus letras a los engañados en un vals, a las amas de casa sentadas frente a la televisión, a los VIP de perfil estirado y a la burocracia enferma de poder y de muerte, de la coima bajo la mesa y la ignorancia.

“Siento que la cultura de la muerte nos domina
no es casualidad, es parte de la estrategia
un mundo deprimido es fácil de manejar
pues el negocio está en vender felicidad”.
(“Mamacha Simona”, Mamacha Simona).


En vivo, La Sarita es una banda con botas de escalar, soles incaicos dibujados en el pecho, con Julio Pérez usando un guante multicolor, Henry Condori, un ayacuchano arpa en hombros, Dante Oliveros en un cajón haciendo de percusionista multifuncional, y Renato Briones al bajo y repartiendo tickets en la entrada.

Y en su puesta en escena hay ritos nativos, parodias presidenciales, duelos de danzarines, letras altisonantes y el público encendido como un inconciente colectivo en el chillido del wayno final que despide al grupo en aroma de clamor popular. El poder de La Sarita está en las raíces sonoras del Perú.

13 de octubre de 2009

Tarantino y Pitt: la gloria compartida


¿Qué resultado puede producir la combinación de un director que va de camino a convertirse en un cineasta de culto, si no ha llegado ya, y un galán de Hollywood que empieza a protagonizar personajes de un verdadero actor multifacético? La respuesta es una sola: gloria taquillera.

Quien no ha ido al cine a ver “Bastardos sin gloria” por los fuegos artificiales de los filmes ultraviolentos de Quentin Tarantino, venido a menos con “Kill Bill” pero entronado con sus clásicos “Pulp fiction” y “Reservoir dogs”, lo ha hecho movido por las actuaciones cada vez más camaleónicas del exitoso Brad Pitt.

Lo cierto es que esta película tiene ingredientes de taquillazo (actor guapo, director venerado, película de nazis y guión de acción), pero ¿alcanza para convertirla en el mejor film del excéntrico Tarantino? ¿Para ser la mejor interpretación de Pitt, quien antes se lució como Jesse James o como el delirante Tyler Durden en “Fight club”?

En el primer caso, es difícil de creerlo, en especial porque quienes han podido seguir los filmes de un devoto de los spaghetti western, un fanático de los samuráis de las películas de kung fu, un seguidor de las cintas de serie B y un esteta de la violencia explícita, pueden coincidir en algo: Tarantino está en una búsqueda.




Y esa búsqueda no acaba con “Inglorious bastards”, ni se consagrará con la tercera y cuarta parte de la manida saga de “Kill Bill”, aunque haya rozado la gloria en las primeras películas que cada vez se hacen extrañar más. Pero en el tránsito le ha permitido hacer una parada en interesantes experimentos como “Sin City” y “Death Proof”.

El caso de Brad Pitt es diferente. Su apuesta por roles que lo saquen de la casilla de niño bonito lo han llevado a trabajar con los hermanos Coen, David Fincher y Alejandro González Iñárritu, quedándose con disímiles resultados, pero con un respeto por su trabajo que espera la consagración total.

“Inglorious bastards” tiene un inicio tan sobrio y formidable que nos despierta una duda: O Tarantino ha mejorado muchísimo, o no es él quien está detrás de esto. Las primeras escenas tienen una tensión que son capaces de crisparte los nervios, sin necesidad de ríos de sangre de por medio.

Luego la película resbala por una pendiente que la hace aún mejor. El drama, la historia, los silencios, las actuaciones y la reconstrucción de una época brillan con una intensidad tal que ninguna opaca a la otra, a pesar de contar con Brad Pitt en pantalla, quien tal vez sí se lleve menos palmas que el villano de Christoph Waltz.



El coronel Hans Landa, implacable y calculador hasta que estalla en su locura; y la reservada Shosanna Dreyfus, interpretada por Mélanie Laurent, a quien Tarantino debe cuidar antes que otros directores le roben a quien podría ser su próxima Uma Thurman, son sus mejores novedades.

Pero poco a poco, Tarantino empieza a repetirse, empezando por la música, por la mujer en busca de venganza y los créditos de cómic, hasta revolverse en las matanzas sanguinarias que en su momento lo hicieron célebre, pero que a estas alturas lo hacen exageradamente predecible, en especial en un film de guerra.

Luego se vuelve demasiado Tarantino. Sus hasta entonces divertidos parlamentos se vuelven cómicos, los giros del argumento hacen que la historia pierda el rumbo con un desenlace históricamente plausible pero que nos deja invadidos por el desconcierto. ¿Quién puede creer un final así?

Sin duda, los tinos del director (y de su equipo) bastan para volverla una película interesante, sobre todo en el ámbito hollywoodense, pero no para consagraciones (Pitt tendrá que seguir buscando papeles que le impongan retos mayores). En esta ocasión, compartir la gloria los deja a los dos sin un lugar en el podio.

2 de octubre de 2009

No me gustan los escritores

… que visten y hablan como rockeros (Lóriga) aunque sean realmente buenos.
Que salen en la portada de sus libros con sus nombres en letra extragrande.
Que escriben solo para mujeres, solo para niños o solo para maricones.
Que no tienen enemigos públicos a quienes dirigir su artillería crítica.
Que son tan jóvenes que aún no han aprendido a llorar.
Que aparecen en demasía en las páginas sociales.
Que ganan todos los premios (esto por envidia).
Que opinan todo el tiempo y de cualquier cosa.
Que son más conocidos que sus propios libros.
Que son nacionalistas o regionalistas.
Que cobran por ofrecer entrevistas.
Que publican todo lo que escriben.
Que no han leído jamás a Borges.
Que no toleran la menor crítica.
Que refutan a sus críticos.
Que sonríen demasiado.
Que adoran la fama.
Que son modestos.
Que escriben @sí.