30 de marzo de 2009

Cuento: Insecto

Cuando el insecto despertó, radiante como todas las mañanas, se encontró sobre su cama convertido en un hombre fatigado. Le dolía toda la espalda compuesta por menudos y quebradizos huesecillos. También le dolía el cuello. De su boca salía un largo tentáculo rosáceo y húmedo, y sus innumerables extensiones se habían convertido en dos brazos con los que no podría escalar por las paredes. En el centro gravitante de su ser tenía un apéndice ridículo que lo incomodaba cada vez que frotaba sus extremidades.

¿Qué pasó?, se dijo aún tendido sobre la cama, levantando ligeramente la nuca para ver su cuerpo salpicado de vellos que no respondían a sus órdenes. A su lado yacía una mujer que al oírlo pronunció un rezongo. ¿Todavía no te vas? ¿Pero qué estás esperando?, le gritó con voz horrísona, ¡vas a llegar tarde al trabajo! Dúchate y vístete... ¡Cómo puedes ser tan irresponsable! ¿Qué acaso nunca vas a madurar?

No era un sueño, lo sabía porque ni en el más aterrador de todos sus sueños había sentido tal aflicción recorriendo su cuerpo. Se estremecía de sólo escuchar a aquella mujer que, vista desde la pequeñez de una hormiga, era amenazante; pero que ahora además le parecía despiadada, malhumorada, insistente, tiránica. Un mal que no se quita sino punzándolo como a uno de los granos que poblaban su espalda pálida.

Se acercó al armario, del cual ella extrajo un saco, una camisa y una corbata; el clásico uniforme que le había visto a los hombres y que ahora él llevaría. No le quedó más remedio que coger aquellas prendas y dirigirse al baño. Sus pies le daban pánico y su cuerpo le parecía demasiado espigado, casi podía tocar el dintel de la puerta y colgarse de ahí, aunque seguro no podría mantenerse así mucho tiempo. Junto a sus manos colgaba una prominente y lechosa barriga.

Dio un vistazo a la habitación antes de cerrar la puerta y vio un pájaro en el marco de la ventana. Le pareció un animal tan tímido que no pudo evitar sentir un poco de ternura. Entró en la ducha. La cortina tenía adornos de anclas, olas y pececillos. La mayólica era verde limón. ¿Qué pasaría si la caída de agua me ahoga? ¿Despertaría y dejaría atrás todas estas chifladuras?, se preguntó estirando el brazo, con los ojos cerrados, antes de girar la perilla que liberaría el chorro sobre su rostro.

Por más que lo intentó no pudo llegar a restregarse la espalda con sus únicas dos manos. Intentaba desperezarse pero era como si una estructura rígida en su interior no lo dejara estirarse hasta alcanzar su máximo tamaño, como si algo por dentro lo contuviera. Su mujer entró al baño sin avisar y le alcanzó una pastilla resbalosa con olor a alcanfor. ¡Dios mío y qué seguirá después!, reflexionó.

No tardó en comprender cómo debía escurrir su cuerpo en aquellas vestiduras y cuando salió al comedor sus hijos se rieron de él. ¡Tenía hijos! Dos pequeños que estaban a la mesa batiendo un líquido de sus tazas y cogiendo la esplendorosa azúcar refinada con unos brazuelos de metal. ¿Que acaso papá está borracho otra vez?, dijo uno de ellos. Claro que no, lo recriminó la mujer jalándole la oreja. Luego se acercó a él, le quitó la soga de seda de la cintura y se la ató al cuello haciéndole un nudo incomprensible.

Esto es la vida, se repetía así mismo en la calle mientras caminaba sorteando charcos minúsculos a su calzado. Abordó el primer autobús que vio, seguro de no estarse equivocando porque igual el destino no podía ser otro: trabajar. En aquel espacio (antes tan grande pero ahora tan pequeño y apretujado donde mujeres, ancianos y niños formaban un atado humano irritante de la más insana y delirante incomodidad) se sintió insignificante, como no se había sentido nunca en toda su vida de insecto.

Al llegar al trabajo se preguntó si no debía cargar un maletín como todos, si no le hacía falta algún instrumento para su trabajo. Eso podía impresionar al jefe, tal vez hasta podía ganar una promoción. ¿Y para qué era una maldita promoción? ¿Para ver durante menos tiempo la cara espantosa de aquella mujer con la que debía despertar todos los días?

Su trabajo quedaba en un edificio que no era el más alto de la cuadra, ni siquiera se acercaba. Eso lo desanimó. Al entrar en la oficina alguien, una señorita, le extendió una bebida oscura distraídamente y dejó caer un grueso expediente frente a él. Hay que ponernos al día con esto, dijo sin dar mayores detalles. En aquel lugar la gente iba de un lado a otro sin cruzar palabra ni toparse por equivocación. En algo le recordó la labor de las hormigas.

Su escritorio era un cubículo gris. Su computadora era gris. Su teléfono era gris. El cielo que se veía desde la ventana era gris. El reloj marcaba las once y seis de la mañana. Un retortijón hizo crujir su estómago. Sobre una mesa de vidrio vio un frasco rebosante de azúcar refinada y en una bandeja un pequeño plato con un panecillo de miel. Sin pensarlo se acercó a él y se lo tragó de una mordida.

¿Pero qué haces imbécil? ¡Ése pan era mío!, le dijo un sujeto más alto que él. El gesto que acompañaba sus ojos enfebrecidos no dejaba lugar a la duda: se había metido en problemas. El tipo le dio un empujón que lo derribó. De los cubículos asomaron las cabezas de sus compañeros, nadie quería perderse el espectáculo. Levantarse del suelo era más difícil de lo que pensaba. ¿Qué debía hacer?, se preguntó sin hallar respuesta, recogiendo su cuerpo en forma de caracol en un rincón.

Para la tarde ya sabía a quiénes no debía molestar, quiénes podían explicarle algo de este atribulado mundo, quiénes hablaban raro (en dialectos distintos, o algo parecido), quiénes estaban esperando su próximo error para recriminarle y quiénes estaban pero no estaban ahí. Algunos parecían ser amenos, otros eran francamente desagradables. El jefe era una mezcla de ambos, pero eso dependía de con quién estuviera hablando.

La mayoría de veces lo veía, igual que al resto, pegado al manubrio gris al que le hablaba insaciablemente. Cada tanto expelía de la nariz y de la boca una humareda producida por la luz que ardía en sus labios. Gesticulaba de forma incomprensible y si no tenía una mano sobre su minúsculo apéndice inferior, la tenía hurgándose la oreja. Al pasar junto a él lo único que hacía era alzar las cejas admirativamente y seguir adelante.

¡Gol conchesumadre!, farfulló un tipo conectado a una cajita de resonancia que brincó de su asiento. Como él era el único cerca, lo abrazó y besó en una mejilla. No entendía qué pasaba, por qué tanta efusividad. Decidió devolver el beso pero falló en su intento de tocar la mejilla y fue a dar sobre sus labios. ¡Qué te pasa maricón de mierda! ¡Te voy a matar hijo de perra!, dijo el tipo pasando de la euforia a la agresividad. Esa mirada ya la conocía y, antes de que lo derribaran, se dejó caer enrollándose como caracol.

La tarde no fue menos tormentosa. Hizo un lío con la fotocopiadora, atoró el baño y entregó mal un informe. Mejor vete a tu casa, le dijo el jefe, hoy te levantaste con el pie equivocado. Fueron las únicas palabras que le dirigió en el día. Mañana me irá mejor, traeré un maletín, buscaré un instrumento que me ayude en mis labores, no volveré a molestar ni a besar a nadie, se dijo en el camino de vuelta. Me portaré bien aunque eso signifique esconderme del resto.

Como no recordaba que tenía la llave de su casa en el bolsillo de la chaqueta llamó a la puerta. Su mujer salió con el rostro sudoroso y el pecho palpitante. ¿Pero qué haces aquí y a esta hora? El jefe me dio el día libre. Pudiste llamar antes, pudiste avisarme, ¿no crees?, dijo acomodándose el vestido, alisándose el cabello. Detrás de ella apareció un hombre que salió raudo, sin saludar ni despedirse, con el nudo de la corbata relajado. No comprendía. Sospechaba algo pero no comprendía.

El resto de la tarde la pasó sentado frente al televisor. Vio un programa sobre el fascinante mundo de los saltamontes, un especial sobre la Segunda Guerra Mundial y un programa donde los hombres se disfrazaban de animales para hacer reír. Antes de que llegaran los niños, la mujer se le acercó y le dijo que quería el divorcio. ¿Qué es divorcio?, preguntó él. No te hagas el estúpido, dijo ella dándole la espalda. De repente empezó a hacer un ruido extraño. Estaba llorando, eso sí lo comprendió.

Al día siguiente se levantó temprano, se duchó y salió de casa. No quiso despertar a su mujer. En la calle se detuvo un instante junto a otros de su especie que miraban unos papeles tendidos. En el suelo vio a un viejo vestido con harapos que le pidió una moneda. Buscó en su bolsillo y le entregó uno de esos discos de metal. Luego un niño con la cara sucia le dijo si quería que le lustrara los zapatos. Eso fue otra moneda. Después un tipo se le acercó con un instrumento de metal. Él no entendía nada, ahora el tipo le pedía todas sus monedas, todo lo que tuviera encima, ¡ahora mismo si no quieres que te meta un plomazo, hijo de puta!

Antes de llegar a la oficina se topó con alguien más, un amigo de la infancia según le pareció, que le dijo que se le veía muy bien, que si no tenía una moneda para ayudarlo a él que estaba sin trabajo, con el bebé enfermo y la mujer en cinta otra vez. Todos no hacen más que pedir monedas, pensó. Él le contó sobre el sujeto de la herramienta metálica. El amigo comprendió, en esta ciudad ya no se está seguro en ninguna parte. Mira, para tu protección, le dijo obsequiándole una herramienta. No te preocupes, después me la pagas.

Una emoción colmó su fuero interno. Esta vez tenía algo con que ir a trabajar, todo saldría bien de ahora en adelante, sólo tenía que aprender a usar la herramienta. Observó adentro de la abertura circular, le dio varias vueltas, la olfateó y hasta le pasó la lengua. Lo mejor era hacer una prueba con alguien, eso le daría una idea de la forma de uso y su objetivo. Probaría con el primero que se le cruzara en la calle.

No veía la hora de tener a su jefe al frente, le apuntaría como hizo con aquella señora y, en un santiamén, la tendría a sus pies, dispuesto a obedecer todas sus órdenes. Mientras aguardaba por el ascensor, se preguntaba cómo debía sostener aquel receptáculo de cuero que le entregó tan desesperadamente la mujer. Cuando se vio en el espejo del ascensor se dijo que no podía ser más feo, que tal vez esa era la causa de sus continuos fracasos.

Una vez en su oficina decidió hacer algo para llamar la atención. Accionó el gatillo de su herramienta, dejando salir un estruendo que perforó el techo y apagó una luz fluorescente. Todos quedaron inmovilizados, atónitos ante él y su adquisición. Entre la muchedumbre paralizada pudo ver a que su jefe no le quitaba los ojos de encima. ¿Qué haces muchacho? ¿Pero es que te has vuelto loco? ¡Deja esa arma antes de que lastimes a alguien!

No supo explicar cómo pero de pronto se sorprendió así mismo apuntándole a su jefe con aquel instrumento. Un silencio rodeó aquella sala usualmente tan bulliciosa. ¡No se mueva! ¡No se mueva o disparo!, repitió alguien vestido de uniforme a sus espaldas, dirigiendo hacia él un instrumento similar al que tenía en la mano. Detrás de aquel hombre estaba la señora que se encontró en la calle, aquella que le enseñó a usar su herramienta.

Esa tarde no regresaría a su casa. Cuando en la comisaría preguntaron por el nombre de su esposa él no supo qué responder. Tampoco pudo decir cuál era su nombre y apellido. Uno de los uniformados sugirió que tal vez padecía una especie de trastorno, una enfermedad de la mente. Por si las dudas lo encerraron en una carceleta, solo, aislado del resto de los detenidos. Al principio se sintió como en casa. Luego tuvo miedo y frío. En un rincón del techo vio una enorme araña que parecía estar vigilándolo. ¿Ahora? ¿Despertaría ahora?


Lima, junio de 2008

4 comentarios:

Insana dijo...

Mmm... como que al inicio falta una conexión.. pero bueno este texto no está para razonarlo... si no para sentir el frío y el temor del personaje principal... qué miedo!

Juan dijo...

No me gustó. el hecho ficticio de por sí invita a cuestionar cada suceso del relato, es decir, no por ser ficticio debe ser inverosímil. Por otro lado, el cuento termina siendo expositivo pero sin ninguna cuestión, nudo o descenlace. Aunque lo intenta, tampoco alcanza a dejarme la duda de un final abierto, ni cerrado, le falta, le falta...

Ale dijo...

No me gustó nada. Típico cuento de calichín. Como los otros tres que juntaste...

Ale

Javier García Wong Kit dijo...
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