22 de marzo de 2009

El adiós del capitán


Pertenezco a una generación poco afortunada en logros deportivos y, sobre todo, futbolísticos. Los noventas fueron años grises de ídolos y triunfos, por lo que cuando leo artículos y peroratas elogiosas de los jugadores, los partidos y los goles de aquellos tiempos, no puedo más que sonreírme.

La memoria es noble con nuestros recuerdos más preciados, por más insignificantes que éstos sean y, especialmente, con los de fútbol. Yo tengo los míos, los recuerdos de un equipo crema de principios de los noventa que se movía torpemente por el campo, pero que mis ojos de fanático confundían con la danza de los luchadores.

Estaban los picapedreros de escasas virtudes con el balón en los pies pero valiosos para marcar, los espigados defensas de rudas maneras, los tozudos delanteros que corrían, saltaban y chocaban contra todo, y aquellos futbolistas de corta estatura y físico modesto que eran, sí, mis ídolos por su emocionante velocidad y su trato de pelota.

Recuerdo a Freddy Torrealva, a ‘La Chancha’ Bezada, al ‘Cabezón’ Carmona, a ‘El Ratón’ Silva y a otros tantos paseando sus minúsculas figuras intrépidamente por el verde menos verde de todos los campos de fútbol, el césped de ese (¿mítico?) estadio de madera llamado Lolo Fernández, en Breña.

El de Odriozola era un equipo que se imponía por garra antes que por talento y yo era un hincha más de esa mística camiseta como muchos que iban al estadio e iluminaban las gradas con sus antorchas rojas. Yo no iba al estadio, pero conocía bien la oncena de nombres que salían a la cancha luciendo una U en el lugar del corazón.

Han pasado muchos años, muchos partidos y muchos jugadores, pero quien vive el fútbol como yo sabe que no importa cuán bien o mal le vaya a tu equipo, en cada encuentro se renueva el entusiasmo de ver un triunfo, de gritar un gol. No alcanzará para darse baños de gloria, pero sí para un chapuzón de efímera ilusión.

Los primeros triunfos de Universitario los celebré con tórrida alegría hasta la llegada del partido siguiente. Entonces, el festejo anterior quedaba en el más profundo olvido. Ganar era un verbo que solo podía conjugarse en presente y los goles deben gritarse una sola vez.

Recuerdo haber celebrado, todavía infantilmente, el bicampeonato de a la “U” en 1992 y 1993, con ‘El Mago’ Markarián, Ronald Baroni, ‘El Viejo’ Nunes, y Marcelo Asteggiano, entre otros jugadores como las grandes figuras de ese equipo que luego, y en poco tiempo, dejaron de serlo.

Porque, además de todo, el fútbol es ingrato y los años siguientes en que la “U” perdió el título, los festejos de los domingos se borraban a fin de año cuando el campeón era otro. El entusiasmo se llevaba en el alma, pero las celebraciones fueron cediendo lugares al descontento y a ese reclamo exacerbado que le hace el hincha a la televisión.

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De chico veía casi todos los partidos por la televisión y, en contadas ocasiones, asistía al estadio para ser parte de esa fiesta dominguera santificada al fútbol. Iba siempre a la barra de oriente, pero lo que más me emocionaba era escuchar a la Trinchera Norte cantando enfebrecidamente y el eco profundo cuando grita un gol.

Recuerdo un partido en especial al que asistí, un clásico a muerte que definiría al subcampeón del torneo y al segundo representante para la Copa Libertadores. El perdedor se quedaba con las manos vacías. Fue el 27 de diciembre de 1995, en el Estadio Nacional, y la “U” ganó con un único gol. El gol del capitán Roberto Martínez.

Roberto Martínez era un jugador atípico, muy distinto al estereotipo que identifica al futbolista en el Perú: Era lento, blanquiñoso, guapo y poco virtuoso con el balón, aunque de buena pegada. Un volante que en sus inicios marcó algunos goles pero que luego, con el número ocho en la espalda, fue ausentándose del área.

Empezó a distinguirse por sus pases largos, su juego pausado y su escasa voluntad de marca; todos los clichés del jugador cerebral que tuvo en ‘El Pibe’ Valderrama al icono del hombre lento más veloz con la pelota. Pero Martínez no era un pibe, tenía 28 años cuando se jugó ese clásico y ya pensaba en el retiro.

Hacía exactamente diez años que había debutado como profesional, vistiendo la camiseta canaria del Deportivo San Agustín, y hacía ocho que había sido campeón con ese equipo y elegido mejor jugador del año. Con la “U” había ganado cinco títulos, luciendo el brazalete de capitán y marcando goles en partidos importantes.

Cada vez que se enfrentaba al Alianza Lima o a Sporting Cristal, aquel jugador de pacienciosa actitud, cambiaba radicalmente de velocidad y temperamento para convertirse en el capitán que el equipo requería. A ambos clubes les marcó goles importantes, aunque ninguno como el de esa noche de verano.

El estadio estaba lleno, faltaban menos de diez minutos para el final del partido y las fricciones del encuentro habían puesto los nervios de punta al hincha más calmado. La “U” tenía un equipo, cuando menos, pintoresco, con el pequeño Paolo Maldonado, el luchador Alex Rossi, el larguirucho Luis Guadalupe y el inacabable José Carranza.

Todo empezaría en un tiro de esquina, un balón mal despejado del área aliancista, el disparo bloqueado de Rossi y el remate fantasmal del capitán que, apenas la vio entrar, corrió descontroladamente por toda la cancha, arrancándose el corazón crema del pecho, gritándolo para todos y por última vez.

Recuerdo que caminamos más de la cuenta para salir del estadio. La mayoría de avenidas aledañas estaban cerradas. Muchos preguntaban de quién había sido el gol porque con la algarabía de las tribunas, los hinchas cremas que saltaban enloquecidos, abrazándose, se habían olvidado de todo.

Otros comentaban el gesto de burla de Martínez al sentarse sobre el balón cuando la “U” tenía controlado el partido; o la expulsión del ‘Cuto’ Guadalupe que lloró en televisión luego que su compañero, el brasileño Rossi, lo cargara como a niño gigante para sacarlo de la cancha.

Yo recuerdo al ‘Chemo’ del Solar festejando en la tribuna como un hincha más, y luego haberlo visto en la repetición abrazándose con Martínez y Carranza. El capitán se había quitado la camiseta y corrido hasta la Trinchera Norte para aplaudirla en esa, su noche de retiro, su despedida más feliz.

3 comentarios:

Felipe Agüero dijo...

Creo que la decadencia del fútbol peruano comenzó en ese confuso incidente del ya lejano Mundial de 1978 (o el "Mundial de Videla", como también es conocido).

El haber vendido ese partido (0-6 contra Argentina; con quizás la mejor generación de futbolistas peruanos de la historia), negó no sólo la posibilidad de llegar a la final, sino también la posibilidad cierta de haber sido campeones.

Un acto así (venderse por cuatro dólares) es deleznable y sucio, y a las claras no puede salir gratis.

Es de esperar que el fútbol peruano ascienda por la senda de la nobleza y del talento, como siempre fue, como espero que vuelva a ser.

Javier García Wong Kit dijo...

Hola Felipe, muy interesante lo que comentas, yo no tuve oportunidad de vivir aquella época pero he leído mucho sobre aquel hecho. Hay un libro ("El hijo del ajedrecista") que cuenta que el cártel de Cali sobornó a la selección peruana para que perdiera aquel partido. Voy a investigar más el tema para ver si escribo algo de eso.

Saludos,

Javier

Mafalda dijo...

Puf!! Se le salió hincha.