26 de agosto de 2009

¿Por qué amamos a los serial killers*?

*Según la terminología de la FBI, un asesino en serie es “un individuo culpable por lo menos de tres asesinatos cometidos de acuerdo a un modus operandi similar”.

Los serial killers son el equivalente a los héroes de los comics y de los príncipes azules en los cuentos de hadas. ¿Por qué nos gustan tanto los libros y películas que los tienen de protagonistas? A propósito del libro “Elogio de la pieza ausente”, de Antoine Bello, quien analiza en su novela a estos personajes, propongo algunas respuestas.

1. Porque son diabólicos. Se les adjudica un pensamiento criminal basado en trastornos psicológicos producidos en la infancia y, en no pocas oportunidades, por una estricta educación religiosa. Esto los hace pasar a la otra acera, la del satanismo y otras adoraciones oscurantistas.

Los ejemplos, en este caso, los proporciona gentilmente la realidad: Charles Manson es un ícono de la cultura popular que engendró su fama a través de una secta de filosofía orientalista donde estaban permitidas las drogas, el sexo libre y otras mieles sazonadas con sangre.

La Familia Manson fue acusada de varios crímenes, entre los que destaca el de la esposa del cineasta Roman Polanski, Sharon Tate, quien tenía ocho meses de embarazo cuando fue asesinada. Por si fuera poco, el 2003 el fervoroso Gary Leon Ridgway fue condenado a cadena perpetua por ser responsable de la muerte de 48 mujeres.

Este pintor de camiones de Auburn, Washington, a quien le gustaba predicar de puerta en puerta la salvación de su iglesia Pentecostal, es ahora el mayor asesino de los Estados Unidos. Un personaje delirante que tiene su “atractivo” precisamente en esa condición religiosa que lo llevó a matar en nombre de Dios.



2. Porque son misteriosos. No conforme con atraer cruelmente la atención de la sociedad, estos seres presentan sus crímenes poco a poco, y manteniendo un estilo que ‘engancha’ a la audiencia. Sus métodos, en palabras de Antoine Bello, son “mensajes codificados en un lenguaje dirigido al mundo que los contempla”.

Entonces, cual detectives de sofá, calculamos todos sus movimientos, adivinamos sus mecanismos y deslizamos teorías que ayuden a los expertos en criminología de CSI a dar con los culpables. Si hay un producto ‘reality’ que se presta para el show es, sin duda, la labor meticulosa del serial killer.

Más aún, la saga del doctor Hannibal Lecter y la película “American Psycho” los muestran como seres inteligentes, cultos, seductores y sexys. ¿Quién no quisiera charlar con el erudito Lecter o acompañarlo en una exquisita cena aunque uno vaya a ser el postre? Ni qué decir del metrosexual y ultraviolento Patrick Bateman.

Algo de atractivo tienen quienes matan despreocupadamente y por placer. O a los escritores les gusta imaginarlos de esa forma, tal vez para completar alguna fantasía erótica, sangrienta y, en resumidas cuentas, mórbida. Guapos, misteriosos y malditos, una combinación sin duda inagotable.


3. Porque hacen lo que nosotros no podemos. Y aquí radica el quid del asunto: ¿Cuántas veces hemos querido matar a alguien pero nos resistimos por las consecuencias? Pues los serial killers están para darse el gusto y ante eso no nos queda más remedio que contemplar su obra con admiración.

Dice Bello que los serial killers “liberan en el homicidio los deseos y las frustraciones que el individuo normal canaliza en su producción imaginaria, en sus relaciones sociales y, en algunos casos, en el arte”. Eso es lo que les da su condición de héroes, sin que ello signifique hacer una apología del delito.

La cantidad de libros que compendian a estos individuos como si se tratara de celebridades (ver “Psicokillers: Perfiles de los asesinos en serie más famosos de loa historia”, escrito por Juan Antonio Cebrián), y la posteridad que han alcanzado (el primero del que se tiene noticia data de los años setenta) hablan por sí solos.

La pregunta es: ¿Los admiramos por matar? Tal vez los admiramos por no reprimirse, una respuesta que tiene mayores explicaciones en los videojuegos que ofrecen esa fantasía cada vez con mayor detalle (léase tortura, estrangulación, necrofilia, sadomasoquismo, abuso sexual y otros entretenimientos).



4. Porque son exhibicionistas (ver “Asesinos por naturaleza”). Y aquí vuelvo a Antoine Bello, quien bien señala que “una patología común de los asesinos en serie es su exhibicionismo. Matan en la sombra pero buscan la luminaria de la publicidad. La gran mayoría confiesa sin dificultades sus crímenes y motivaciones”.

Además, todos, sin excepción alguna, coleccionan los recortes de prensa que relatan sus hazañas (“El Dragón Rojo”) y hacen de los medios de comunicación su mejor vitrina. Llega el momento en que los sofoca el anonimato y ruegan por explicarse públicamente. Son los magos revelando sus trucos.

Ese orgullo que sienten por su trabajo los hace ególatras pero rara vez antipáticos. Nuevamente Bello señala que “una vez encarcelado, el asesino en serie se comporta como un verdadero hombre público, preparándose gustosamente para las entrevistas, redactando sus memorias y contestando sin rodeos a las preguntas del fiscal”.

Un detalle más: rara vez se arrepienten de sus actos, ingrediente que en su ausencia los enaltece. Nadie espera de ellos patéticas muestras de culpabilidad que arruinen su mal ganada imagen. Y aunque así lo fuera, nadie estaría dispuesto tampoco a darle su libertad o acaso a condolecerse de ellos. Total, son asesinos.

Hasta aquí los motivos, a los que bien podría agregárseles otros como ser metódicos (fieles a un procedimiento), estrafalarios (prefieren las armas blancas a las de fuego), arriesgados (al dejar constantes pistas en escena a sus perseguidores) e impredecibles (siempre son quien uno menos espera).

Pero tal vez uno que no debe dejarse escapar es que son seres que se han condenado por propia mano. Su obra malévola tiene un inicio pero, sobre todo, tiene un final. Inconcientemente, quieren que los detengan, llegado el momento. Es parte de un plan cuyo éxito no está en la repercusión de sus actos sino en su condena.

Y, contrariamente a lo que se cree, nunca es la policía la que termina con la serie, sino el propio asesino. En ese acto de soberbia se halla su cuota de arte. Conocen cómo acabará el libro o la película aunque no figuren en la escena final. Son el retrato de una sociedad torpe que no entiende los conflictos espirituales que genera.

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