3 de noviembre de 2009

Fogatas


Danny Mann se sentaba detrás de mí en el colegio, en el último asiento de la fila del extremo derecho. Contrario a lo que sugiere su apellido, no era alemán, más bien era morocho, aunque no tanto para ocultar sus gruesas cejas que siempre me hacían reír por la forma en que las retorcía. A su izquierda se sentaba el dientudo Gerardo Ávila, un psicópata escolar en cuya sonrisa maliciosa se asomaban dos filudos colmillos.

Estudiábamos en un colegio religioso en el cual, en los últimos tiempos, habían reemplazado a las monjas profesoras por maestros rufianes que creían estar en un cuartel militar. Mann era hijo de un distinguido ingeniero civil cuyo nombre se podía leer en los edificios más altos del país y tenía un hermano mayor que un día, de repente, decidió abandonar el quinto de secundaria para convertirse en pintor callejero.

Nos hicimos amigos cuando él encontró en mí un sujeto de confianza, alguien a quien podía hacer cómplice de sus pillerías y que podía cuidar sus espaldas incluso a riesgo de las suyas propias. El dientudo Ávila se nos unió después, y juntos formamos una banda irreverente y desfachatada, donde Mann era nuestro líder, Ávila el ejecutor de las misiones y yo el perro guardián que vigilaba. Así fue como empezaron a llamarme ellos: ‘El Perro’.

Ellos destacaban mi habilidad para los insultos, para la burla justa y despiadada, mi invectiva verbal. Yo admiraba de Mann su temeridad para ejecutar las hazañas más peligrosas y el desparpajo con que afrontaba los castigos de los profesores. De Ávila temía a su insania que a ratos parecía apoderarse de él, como un demonio enfebrecido e incontenible que en más de una ocasión nos llevó a situaciones extremas.

No hablaré de las pequeñas travesuras, de los golpes menores que dimos, sino de cuando empezamos en el vandalismo en serio, cuando retamos a los profesores o cuando, en sus ausencias, actuábamos como tres revoltosos dispuestos a causar los peores disturbios, a llamar la atención con nuestro anarquismo itinerante que se paseaba destruyendo libros, arrojando mochilas por las ventanas y apilando las carpetas en trincheras de combate.

Como el colegio afrontaba una huelga de profesores, casi en la mayor parte del tiempo estábamos sin clases, dando rienda suelta a nuestras mentes perversas. Así fue como empezamos a pintar graffitis con tiza en las paredes del salón, a inundar los baños y a robar los crucifijos que colgaban de lo alto de todos los salones de clase. De nuestro pandillaje no se salvaban ni las Biblias ni las ventanas que rompimos más por descuido que por maldad.


Fue Mann quien nos enseñó a hacer fogatas. Un día, en una botella de gaseosa trajo un líquido blanco y vaporoso que esparció por el suelo de mayólica del aula. Luego prendió el extremo del charco con un encendedor y repentinamente se erigió una línea de fuego que todos celebramos y ayudamos a avivar con todo tipo de papeles. Mann sacó de su mochila una cajetilla de cigarros y prendió uno donde llegaba la llama más alta, contorsionando sus cejas en señal de triunfo.

Al principio fueron líneas de fuego cortas, pero antes de que nos diéramos cuenta eran franjas de seis metros de largo que llegaban casi hasta la pizarra, donde un profesor distraído escribía las lecciones sin darse cuenta de lo que ardía a sus espaldas. Ávila y yo nos encargábamos de acallar al resto de los alumnos que observaban admirados el espectáculo flamígero, amenazándolos con quemarlos vivos en la siguiente fogata.

Del taller de su hermano pintor, Mann extrajo tubos de aerosol que luego utilizaba como sopletes. Tomaba un sorbo de licor, lo escupía al cielo y sobre él disparaba el aerosol, formando bolas ardientes que iluminaban fugazmente el aula. El dientudo Ávila era uno de los más entusiastas con las argucias pirotécnicas, al punto de desarrollar otros métodos como los gases flameados, los eructos de fuego y las antorchas humanas, utilizando los pasadores humedecidos en alcohol como mecheros de los alumnos despistados.

Todos en el salón celebraban los atrevimientos en silencio, acaso con pequeñas carcajadas que había que contener para no advertir al profesor de turno. Cada tanto Mann nos pedía que le pusiéramos un reto mayor. Yo le dije que prendiera la fogata sobre su carpeta y lo hizo. Ávila le dijo que esperara a que el profesor se quedara dormido, algo que ocurría muy a menudo, y que la encendiera junto a la pizarra. También lo hizo.

En una ocasión pidió nuestra participación para que hiciéramos que el fuego cruzara debajo de las carpetas de toda la clase, en un acto de herejía extrema, ya que podíamos terminar abrasados por nuestra propia trampa mortal. Ávila aceptó de muy buena gana en uno de sus arrojos demoníacos y yo los seguí en el camino trazado al infierno. “Así me gusta Perro”, me dijo satisfecho, con lo que pasé de sabueso a cancerbero.

Ese día la fogata se convirtió en nuestra hoguera. O mejor dicho en la de Mann, quien tuvo que afrontar las consecuencias de esconder en su mochila aerosoles, botellas con ron de quemar, encendedores y fósforos en lo que era el arsenal de un experto piromaniaco; cuando el fuego hablaba por sí mismo. Se había hecho tan intenso que solo fuimos capaces de controlarlo cuando alguien trajo el bidón de agua de la enfermería y lo vació por completo. Las patas de las carpetas estaban negras y el olor a plástico quemado de las mochilas era insoportable.


Al día siguiente, Mann llegó al colegio a mediodía, estuvo un par de horas en la oficina del director con sus padres y, durante la clase de sicología, se asomó a la ventana de nuestro salón para despedirse de mí. “Chau Perro, me expulsaron”, me dijo con la simplicidad de quien va a la vuelta de la esquina. Supongo que quería agradecer mi lealtad, aunque yo siempre pensé que lo traicioné cuando no me culpé en su lugar.

Ese año fue el más difícil para mí. Desaprobé varios cursos, hice clases de verano y estuve a punto de repetir de grado. Ávila se convirtió en mi peor enemigo, cada vez que se acercaba a mí me lanzaba un golpe traicionera y sistemáticamente. Se burlaba con su risa estruendosa que tantas veces fue originada por una ocurrencia mía. De pronto todos empezaron a buscarme pleito, como si con Mann se hubiera ido mi protector. Me dieron palizas realmente muy duras.

En lo que a mí respecta, el colegio perdió todo interés y cuando acabé la secundaria hice todo lo posible para alejarme de mis antiguos compañeros, para desaparecer de la memoria colectiva de todos ellos. No participé en las fiestas, no hice el viaje de promoción ni recogí mi diploma en la ceremonia de graduación. El Perro nunca había existido, simplemente incineré todo rastro, toda prueba de su existencia.

En los veranos siguientes, cuando iba de campamento a la playa con mis nuevos amigos, era yo el que se encargaba de encender las fogatas. Y mientras todos abrazaban a sus novias, con el calor del fuego abrigando sus pies, yo abrasaba los recuerdos quemados de mi época escolar. Entonces cogía un cigarro, lo encendía sobre las brasas y me iba a caminar antes de que las llamas se convirtieran en cenizas.

Durante el invierno me quedaba encerrado en casa viendo la televisión por horas. Y cuando los noticieros transmitían algún incendio provocado por causas del todo desconocidas, no me imaginaba una chispa espontánea, una falla eléctrica o una vela prendida abandonada cerca de las cortinas. Yo me imaginaba al viejo Mann haciendo de las suyas, con un aerosol en la mano y las cejas bailando de perversa felicidad en su rostro.


Lima, mayo de 2008

1 comentario:

David Pérez Vega dijo...

Hola:

Un cuento interesante. Tiene bastante ritmo.
Supongo que todos hemos conocido a algún Mann en la etapa escolar.

saludos