19 de enero de 2009

Cuento: Billetes*

LA HISTORIA que les voy a contar es estrictamente verdadera en cada uno de sus detalles, haría mal yo en mentir sobre una materia tan delicada como es esta: el dinero. A la edad de veinticinco años empecé a encontrar billetes en los bolsillos de mis pantalones. Billetes que yo no había dejado ahí, billetes de a diez, de a veinte y de a cincuenta y cien soles que aparecían de repente, doblados en dos, en tres y hasta en cuatro, con sólo meter la mano distraídamente en mis pantalones.

LO SÉ, no es fácil de creer, por eso al principio no comenté este hecho repetitivo con nadie hasta que sentí que era mi deber —o más bien que era una necesidad— contárselo a alguien que pudiera ayudarme a desentrañar el misterio, agradable, pero misterio al fin. Al principio recurrí a amigos en conversaciones de sobremesa donde les soltaba el discurso de la bendición de mis pantalones, pero la mayoría me tildaba de charlatán o sencillamente me ignoraban.

ENTONCES DECIDÍ hacerles una demostración, aunque siempre corría el riesgo de que el truco no se efectuara, ya que yo no era un mago entrenado sino acaso el pastorcito que repite que ha visto un milagro. Lo que hacía era muy sencillo, en principio les mostraba que en mis bolsillos no había nada —por aquí ni por allá— para luego pedirles que olvidáramos momentáneamente el asunto y, al final de la velada, cuando nos disponíamos a tomar un taxi, aparecía el dichoso billete.

NO CONVENCÍ a muchos, salvo a los que cínicamente me decían que sí me creían y que, ya que mis bolsillos eran tan generosos, por qué no les prestaba dinero de mi naciente fortuna. Recurrí a mucha gente, gente desconocida, para confiarle mi secreto y la mayoría se sonreía, escudriñaba mis ojos, no te lo puedo creer, me decían, y me daban una palmada; se lo tomaban a bien, después de todo, a quién puede preocuparle la aparición intempestiva de dinero contante y sonante.

UN PRIMO al que no frecuentaba muy a menudo me dijo que tal vez yo podía ser un sonámbulo y que en las noches me metía a robar a alguna parte, una estación de servicio, una cantina, un café, un hotel, y que los dependientes debían dejarse robar por temor a hacerme algún daño al despertarme; al fin y al cabo, yo robaba montos muy por debajo de los verdaderos delincuentes. Luego, me decía, yo me desvestía y me metía a la cama satisfecho con mi botín.

TAMBIÉN ME DIJO que posiblemente yo era cleptómano, y que en los buses debía deslizar la mano en los bolsos de las mujeres sin darme cuenta, esas cosas son muy frecuentes en los que padecen este tipo de enfermedad, dijo. Pero yo tuve que insistirle en que no era ni lo uno ni lo otro, porque yo tenía el sueño frágil y no dormía sino hasta las tres o cuatro de la madrugada, cuando todos los lugares están definitivamente cerrados; y no acostumbraba tomar buses.

ADEMÁS las mujeres no llevan el dinero alegremente en el bolso, sino que usan carteras, y yo nunca había tenido una cartera de mujer en mis manos, o al menos no que recordara. Lo siguiente que se le ocurrió fue que yo debía robarme a mí mismo, es decir, que debía esconder el dinero para no gastármelo y que luego éste aparecía en el lugar menos sospechado producto de mi descuido. Algo muy poco probable porque yo llevo una contabilidad estricta sobre mis ingresos.

MI PRIMO se dio por vencido y me dijo que tal vez lo mejor era no saber el motivo porque, una vez que se revelan, los misterios nos parecen menos encantadores. Yo sólo quería saber cuánto podría durar este fenómeno, si debía acostumbrarme a que los billetes florecieran en mis pantalones o si debía continuar trabajando en aquella oficina que tanto detestaba. Cada semana los billetes aparecidos sumaban una cantidad considerable que me hacían soñar con una pronta e inmerecida jubilación.

LO CIERTO es que comencé a agarrarle cariño a mis pantalones. En aquel entonces tenía apenas tres mudas que, bien combinados, parecían ser seis; o al menos eso era lo que creía yo. Tenía un drill azul marino, un corduroy crema y uno negro de algodón muy delgado que conformaban el trío de prendas que cubrían mis piernas en los días de la semana. Los sábados y domingos usaba bermudas; curiosamente en ninguna de ellas encontré nunca un billete.

ESTE HECHO me hizo atesorarlos. Concluí que si ellos me estaban haciendo rico lo menos que podía yo hacer era cuidarlos al extremo, usarlos a diario y lavarlos lo menos posible para que no se gastaran. A uno de ellos, el azul, tuve que coserle una vez el bolsillo izquierdo. Las supersticiones hicieron que me preocupara en demasía, llegué a pensar que luego de aquella intervención de hilo y aguja mi pantalón podía perder su condición mágica, pero nada malo le ocurrió.

LUEGO de un minucioso control estadístico, que incluía el conteo del número de horas que vestía cada pantalón, los lugares que visitaba con ellos y en qué días; deduje que el azul era uno de los más rentables, seguido del negro y quedando en último lugar el corduroy crema, que cada día me parecía más sucio y rotoso, por lo que empecé a usarlo sólo los jueves, el día que las estadísticas señalaban como el menos productivo. Pero en poco tiempo tuve que relegarlo de mi guardarropa.

ESTO HIZO que mis otros dos pantalones se desgastaran más rápidamente, lo que empezó a preocuparme porque en la oficina empezaban a observarme con cierto recelo, como diciendo “este tipo dice tener mucho dinero, pero no es capaz de comprarse un par de pantalones nuevos”. O bromeaban diciendo que yo era un hombre sin pantalones. Yo los ignoraba. Ellos podían vestirse con pantalones nuevos, pero no tenían unos de los que aparecía dinero como para comprar un pantalón nuevo cada día.

LOS QUE antes fueron mis cordiales compañeros de oficina se convirtieron en seres envidiosos que no toleraban mi ingenuo gesto de incredulidad cada vez que metía la mano en uno de mis bolsillos y sacaba de ellos un billete que, les juraba, yo no había dejado ahí ni de casualidad. Ya quisiera tener yo esa suerte, decían de mala gana, yo que estoy lleno de deudas, se quejaban, yo que aún no termino de pagar las cuotas de mi departamento, yo que tengo una madre enferma, yo que voy a dar a luz.

AL PRINICIPIO pensé en compartir los billetes de menor denominación con ellos, pero luego recapacitaba y me decía que la suerte no se debe regalar, que no está bien acostumbrar a la gente a recibir limosnas, que, en último caso, ¿qué habían hecho ellos por mí para que yo sea generoso? Esta posición empezó a aislarme de ellos, de todos, del mundo. En poco tiempo tuve que renunciar a mi trabajo, pese al temor de que en cualquier momento mis pantalones dejaran de producir.

A LOS treinta y seis años era un desempleado con dinero, una raza inexistente en el país, y con sólo dos pares de pantalones. Cuando empecé a buscar mujer pensé en serle infiel a mis dos únicos pares para vestir más elegante, pero temí que eso fuera mi perdición. Ahora díganme, ¿qué mujer se enamora de un hombre que usa sólo dos pantalones en toda su vida? Yo creí que las habría, pero lo cierto es que la moda, por estos días, es tan importante como una buena billetera y un corazón noble.

CINCO AÑOS después podía decirse que yo era un millonario joven. Me compré una casona amplia en las afueras de la ciudad y la remodelé a mi gusto, después de todo, pasaría mucho tiempo encerrado entre sus paredes revestidas de cuadros de pintores famosos. A mis ocasionales acompañantes no les contaba el origen de mi patrimonio por no parecer un ricachón excéntrico; les decía que era parte de la herencia de un pariente lejano del que no había más que contar.

NINGUNA de ellas llegó a amarme ni yo pude encariñarme con ellas. Simplemente me era imposible vivir junto a dos misterios —la mujer y los bolsillos de los que brota dinero—, por lo que a la temprana edad de cuarenta y un años me resigné a llevar el cartel de solterón. Era curioso, yo parecía más joven de lo que era en realidad y mis pantalones lucían excesivamente viejos, reliquias que más valía llevar a un museo antes de que se deshilacharan completamente.

CREO QUE no mencioné que un día permití que uno de mis sirvientes limpiara mi habitación y se llevara el pantalón crema de corduroy, apolillado por todas partes, para regalarlo a algún indigente. Fue demasiado tarde cuando caí en la cuenta de mi error; entiéndame, eran muchos años sin recordar nada sobre aquella prenda. Por otra parte, nunca recibí noticias de un mendigo que, de la noche a la mañana, se hiciera millonario sólo por usar un pantalón mugroso y desgastado.

CUANDO cumplí cincuenta años mandé a restaurar mis pantalones a un laboratorio norteamericano especializado en telas. Ellos eran los que confeccionaban los trajes a los astronautas de la NASA, así que creí que estaban en buenas manos. Me los devolvieron al cabo de seis días —seis días que me los pasé en cama como un enfermo— y con sus poderes intactos. Pese a ello, a los ojos de cualquier mortal no podían pasar por prendas nuevas; eran una antigüedad por su sólo diseño.

EL CASO es que nada es eterno y mis muchos cuidados con los pantalones hicieron que descuidara todo lo demás. Una tarde descubrí que una de las muchachas de la limpieza me robaba cuando entraba a la ducha, por lo que opté por instalar en toda la casona varias cámaras de seguridad. Cada vez que iba al baño, llevaba conmigo mis dos pantalones por miedo a que alguno de mis empleados supiera de mi secreto, o por temor a que sacaran los billetes que aún no había descubierto.

MI SIGUIENTE medida fue colocar mis pantalones en una cámara impermeable, una suerte de incubadora con detectores láser, cuando me iba a dormir. Ya no temía sólo a los delincuentes, sino a los pronósticos del tiempo que señalaban que la humedad aumentaba y se acentuaba en las madrugadas. También le tenía pavor a los rayos del sol, por lo que cada vez que ponía un pie en mi amplísimo jardín, me colocaba una protección especial que más parecía un delantal de cocina.

EL PROBLEMA estuvo en que me olvidé del fuego y una tarde en que paseaba en mi automóvil, mi chofer no pudo esquivar una bicicleta que se atravesó y acabamos estrellándonos contra un poste de luz. El auto empezó a quemarse, tuvimos que evacuar antes que las llamas llegaran al tanque de combustible y dejar olvidado mi pantalón azul marino que viajaba protegido contra todo —menos contra el fuego— en la maletera del sedán plateado.

APENAS TUVE un par de costillas rotas y varias magulladuras que no tardaron en sanarse pero, como supuse, en ningún otro pantalón de los muchos, y finísimos, que me compré pude encontrar billetes. Hasta tuve la rara impresión de que mi pantalón negro había mermado su producción de efectivo, de seguro apenado por haberse quedado solo en la tarea de hacerme rico. Qué más daba, ya tenía dinero suficiente para no tener que preocuparme por él.

Cumplidos los cincuenta y cinco años, puedo decir que ya no recuerdo la última vez que encontré un billete por casualidad en aquel ruinoso pantalón negro que no he vuelto a usar para salir de casa. Ahora me gustan los de cuadros rojos y verdes de los golfistas, los a rayas verticales de los payasos, los jeans coloridos de los hippies. Quiero que todo el mundo vea mis pantalones que no dan dinero antes de que el dinero se acabe y no me quede nada más que mostrar.


Lima, marzo de 2008

*Mención honrosa en el concurso “2008 palabras”.
Imágenes del autor.

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